TEMAS
1)Todos anhelamos ser felices
2)¿También nosotros podemos transfigurarnos?
Todos anhelamos ser felices
La mayoría de los sistemas filosóficos de la antigüedad eran “eudemónicos”. Existían muchas y diversas escuelas de pensamiento con diferentes programas. Pero estas diferencias concernían a los diversos modos de alcanzar el fin común del ser humano: la “eudaimonía”. Todas coincidían en la búsqueda de la felicidad. Los estoicos la cifraban en la “ataraxia” o serenidad y quietud del alma frente a los reveses de la vida; los epicúreos la buscaban en un equilibrado placer; otros en el ejercicio de la razón o en el vivir “secundum naturam”.
Pero no sólo los filósofos se preocupaban de estos temas. Todas las religiones de la humanidad han buscado dar respuesta a este profundo interrogante del ser humano y han pretendido, por diversos caminos, hacer feliz al hombre en esta vida y asegurarle la felicidad y la paz en el más allá.
Santo Tomás de Aquino, el exponente y conciliador más elevado de la filosofía aristotélica y de la teología católica, no podía dejar de lado este tema fundamental. Al comenzar su tratado de moral, en la Suma Teológica, aborda en primer lugar la cuestión del fin último. Todo hombre busca, en su actuar, un fin último; y éste, en fin de cuentas, es la felicidad, la “beatitudo”.
Pero sólo la obtiene cuando alcanza la satisfacción plena de su naturaleza espiritual en el ejercicio máximo de sus facultades superiores. En definitiva, es feliz cuando posee a Dios totalmente y para siempre, el único Ser capaz de colmar todas las aspiraciones de su corazón, el único objeto digno de su inteligencia y voluntad (S.Th. I-II, q. 1-5).
El hombre, pues, ha sido creado por Dios para ser feliz, en esta vida y en la otra. “Y sólo en Él encontrará la verdad y la dicha que no cesa de buscar” –como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica (C.I.C., n. 27)—.
Jesucristo conocía perfectamente el corazón del hombre, sus ansias y anhelos de eternidad, y era imposible que hiciera caso omiso de esta realidad tan fuertemente arraigada en el fondo de su ser. Y nos dio la clave para que llegáramos a ser felices.
Pero, a diferencia de los filósofos, de los políticos, de los sociólogos y de tantos otros personajes que se llaman a sí mismos “pensadores”, o que quieren pasar como “bienhechores de la humanidad” –y que tantas veces tienen una visión bastante miope y achatada de las cosas— nuestro Señor nos indicó un camino seguro, aunque arduo, para alcanzar la felicidad: el Sermón de la montaña. Abre su discurso con las “bienaventuranzas”, la solemne proclamación del proyecto de felicidad que Él nos traía.
El Papa Pablo VI decía que “quien no ha escuchado las bienaventuranzas, no conoce el Evangelio; y quien no las ha meditado, no conoce a Cristo”. Palabras fuertes, pero totalmente ciertas. El Sermón del monte es como la “Carta magna del Reino”, el núcleo más esencial del mensaje de Jesucristo.
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Cristo proclama dichosos a los pobres, a los mansos, a los que lloran, a los que sufren, a los pacíficos y a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los que tienen hambre y sed de justicia, y, en fin, a los que padecen persecución por Su causa. Es un programa desconcertante y en radical oposición a lo que nuestros políticos nos ofrecen a diario, deseosos de aplausos y amantes de halagos y de la aprobación popular.
Nos hemos acostumbrado a pensar –a fuerza de publicidad u obedeciendo a las propias tendencias e instintos de nuestra naturaleza caída— que la felicidad se encuentra en el placer, en el poder, en la riqueza, en los lujos y vanidades, en la honra o en la concesión a nuestro cuerpo de todos los goces posibles. Los epicúreos paganos se quedaban cortos. Hemos llegado a un hedonismo agudizado y sin fronteras.
Sin embargo, Cristo nos asegura que la verdadera alegría la encontraremos en la pobreza, en la humildad, en la bondad, en la pureza del corazón y en la paciencia ante el sufrimiento. ¡De veras que el Señor va siempre a contrapelo de la mentalidad mundana! Por eso hay tan pocos que lo entienden, lo aceptan y lo siguen. Pero es esto lo que da la auténtica paz al corazón. Y lo que transforma al mundo.
Son dichosos no los que no tienen nada, sino los que no tienen su corazón apegado a nada, a ningún bien de esta tierra. Por eso gozan de una total libertad interior y pueden abrirse sin barreras a Dios y a las necesidades de sus semejantes. Los mansos son los hombres y mujeres llenos de bondad, de paciencia y de dulzura, que saben perdonar, comprender y ayudar a todos sin excepción. Por eso pueden poseer la tierra.
El que es dueño de sí mismo es capaz de conquistar más fácilmente el corazón de los demás para llevarlo hacia Dios. Y vive feliz y en paz. En su corazón no hay lugar para la amargura.
Y por eso, porque vive en paz, puede repartir la paz entorno suyo. Como Francisco de Asís, que podía dialogar, sin armas en la mano, con el terrible sultán de los sarracenos, que hacía la guerra a los cristianos. Los pacíficos son también pacificadores. Porque son misericordiosos y rectos de corazón.
Y los que aceptan de buen grado la persecución por amor a Cristo y a su Reino son personas que viven en otra dimensión, que tienen ya el alma en el cielo. Y nadie es capaz de quitarles jamás esa felicidad de la que ya gozan. Han entrado ya en la eternidad sin partir de este mundo. Nada ni nadie puede perturbar su paz. ¡Ésos son los santos!
Estas bienaventuranzas son el fiel reflejo del alma de nuestro Salvador. Son como el retrato nítido de su Persona: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 29). Él vivía lo que decía. Por eso predicaba con tanta autoridad y arrastraba poderosamente a las multitudes tras de sí.
Hoy en día el mensaje de Jesús en la Montaña sigue plenamente vigente. ¡Sólo se necesitan almas nobles, valientes y generosas que quieran ser auténticamente felices y quieran poner por obra su mensaje! Serán realmente dichosas. Y el mundo cambiará.
P. Sergio Códova LC¿También nosotros podemos transfigurarnos?
Poder entrar al tiempo de la Cuaresma es entrar en una corriente que nos conecta con los orígenes de un pueblo que hizo historia entre todos los pueblos, por haber entrado en comunicación y en alianza con el Dios inmortal y Rey de todos los siglos que llegado el tiempo vinimos a descubrir que era nuestro Padre, Padre con mayúscula.
Menudo susto se llevan a veces las esposas cuando por alguna circunstancia llegan a descubrir que su marido tenía un hijo de una relación anterior a su matrimonio, y menudo susto se lleva el hijo cuando también por alguna circunstancia un día alguien se acerca tímidamente, pero presa de gran emoción para decirle: “perdóname, perdóname por lo que voy a decirte, pero yo soy tu padre...”.
¿has sentido alguna vez esa misma emoción al darte cuenta de que Dios es tu Padre?¿O te ha dejado indiferente y no te ha causado ninguna emoción? Pues bien, hoy se nos narra el inicio de ese gran pueblo que fue el pueblo hebreo, fundado en la relación de un hombre y su alianza con un Dios para él desconocido hasta entonces que le dijo también “yo seré un padre para ti, y tu descendencia será tan grande como las arenas de la playa o las estrellas en el cielo”.
De esa descendencia numerosa, y de esa tierra que se le prometió a Abraham fundador del pueblo hebreo, nació Jesús, el Hijo de Dios, el Hijo de María, nacido pobre y pobre entre los pobres. Pobre voluntariamente, porque era un hombre normal, con dos brazos fuertes y una gran capacidad intelectual y cultural que bien podrían haberle redituado infinitos bienes de la tierra. Pero él escogió el camino de la pobreza, de la sencillez, para poder acercarse a todos los hombres. ¡Qué grandeza la de los pobres, por tener tan cerca al que hizo de su vida una vida de entrega a los que el mundo rechaza!
Pues bien, si el domingo pasado no nos ha motivado suficientemente para acompañar a Cristo hasta el desierto para meternos con él a la oración, al ayuno, a la penitencia, para poder vencer las tentaciones del maligno, hoy tenemos una nueva invitación. Pero esta vez no será al desierto, sino a una montaña. Si eres joven sabrás lo que es la emoción de subir a las cumbres doradas, caminar sobre la nieve y contemplar el panorama que se extiende pródigo a tus pies. Y si eres grande, recordarás con agrado las caminatas que te imponías, las grandes distancias que recorrías, todo para probarte a ti mismo, para poner en juego tu capacidad y tu fuerza física. Por eso no nos costará trabajo subir con Cristo a la montaña. Pero no será un viaje de placer, ni será para una acampada en tienda de campaña ni con sleeping-bag y con cantimplora y con cocineta portátil, como hacen los Boy-scout.
El viaje con Cristo sería a la oración, a la contemplación, al encuentro con el Buen Dios, que ahora estamos descubriendo como nuestro Padre. Al viaje en cuestión, Cristo no llevó a todos sus discípulos, escogió a unos cuantos, y además a ti mismo. Al llegar a la cima, los apóstoles llegaron cansados, aunque la montaña no era demasiado elevada. Y entre que hacían oración y entre que contemplaban el paisaje y escuchaban el suave murmullo de los árboles y el trinar de los pájaros, se quedaron dormidos. Cristo se había apartado discretamente un poco, para entrar en profunda oración.
Al darse vuelta en medio del sueño, uno de los apóstoles despertó, y pensó que lo que estaba viendo era un sueño, pero como aquello persistía, tocó violentamente a sus otros hermanos por los hombros, para despertarlos y para que pudieran contemplar algo muy extraño: Cristo se mostraba reluciente, no era el Cristo de todos los días, sus vestiduras eran radiantes, como no habían contemplado nunca antes en sus vidas, pero lo más extraño de todo era que Cristo aparecía claramente en medio de dos personajes muy queridos y respetados por los hebreos: Moisés y Elías, legislador uno, y profeta el otro, conversando con Cristo sobre lo que estaba a punto de ocurrirle: su propia muerte en cruz en la cercana Jerusalén.
Pero ahí no paró la cosa, en medio de aquella profunda emoción y del miedo que los apóstoles experimentaban, vieron de pronto que una nube cubría a aquellos personajes y alcanzaron a distinguir perfectamente una voz misteriosa que decía: “Éste es mi Hijo, mi escogido, escúchenlo”. No hubo mas, solo se hizo un profundo silencio, un silencio que nadie se atrevía a romper, y enseguida contemplaron a Jesús completamente solo, y en profunda oración, como lo habían dejado al principio. Cuánto tiempo pasaron en silencio, no lo sabemos, pero cuando Jesús se levanto, les animó a bajar a la montaña, y a no decir a nadie nada de cuanto habían contemplado, hasta que llegara el tiempo.
A mí me emociona este pasaje de la vida de Cristo. Me imagino la profunda transformación que tuvieron los apóstoles que fueron testigos de la “TRANFIGURACION”, ahora ya podemos emplear el término correcto, para describir lo indescriptible, mostrando un Cristo que siendo el mismo, por momentos dejó ver lo que él era más en su interior. Por fuera, el maestro, el amigo, el carpintero, el infatigable amigo de los pobres, el incansable predicador, el hombre de cuyas manos salían maravillas asombrosamente sencillas. Pero por dentro, el Hijo de Dios, el enviado, el Salvador, el Liberador, el maestro de la vida. Me gusta mucho este Cristo que se deja descubrir poco a poco, que alienta en los momentos de desolación, cuando nada nos consuela, cuando se nos acaban las fuerzas y las esperanzas, cuando todas las puertas se cierran, cuando después de los cincuenta ya no quieren ocuparte ni por error, después de que la mujer te ha dejado porque tu enfermedad era incurable, después de que el novio se marchó a pesar de los muchas promesas de que te iba a cumplir.
Cuando todas esas cosas suceden, siempre se hace Cristo el encontradizo, y se “transfigura” en tu presencia, cuando encontraste la mirada tierna, cálida, acogedora de tu hijo que te sonreía y tendía las manos hacia ti, cansado, rendido, desplomado por la tarde. O la sonrisa del pequeño minusválido que aguardaba complaciente a que tú te cruzaras con su mirada en la sala del médico.
A lo mejor fue la mirada transparente de una joven limpia de alma, a la que tú hiciste proposiciones indecorosas cuando te encontraste en la calle con ella y ella te dijo cándida pero alegre que su vida era muy valiosa como para compartirla miserablemente con quien no era digno de ella. O a lo mejor fueron los ojos de la mujer que se ofrecía a darte un poco de placer a cambio de unos cuantos pesos porque sus hijos esperaban en casa sin haber probado bocado ese día. O a lo mejor fue la palabra de un anciano sacerdote que de lo profundo de su corazón invitaba esa tarde en que pasabas distraídamente por la iglesia solitaria en la que les predicaba a unas cuantas viejas, cuando escuchaste la invitación a dejar el corazón endurecido por el pecado, para poder encontrarte con un Cristo que te sonreía en las especies sacramentales, en el sacramento eucarístico.
Cristo tiene muchas formas de transfigurarse. Pero si sabemos que nosotros somos parte de Cristo, si sabemos que nos hemos encontrado por primera vez con él en el bautismo, si ahora Cristo se hace presente a través de nosotros, ¿cuándo comenzarás a trasfigurarte tú también ante tus propios hermanos? ´¿Cuándo comenzarán a mostrar que tras ese corazón duro, insensible, injusto, lujurioso, prepotente, se encuentra el corazón mismo de Cristo que quiere comprender, servir a amar a todos los hombres desde tu propio corazón?
P. Alberto Ramírez Mozqueda

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