Para recibir el nuevo milenio, muchas naciones se organizaron con años de anticipación. No era para menos, nos tocó comenzar un nuevo milenio, y las cámaras televisivas de todo el mundo miraban de una a otra a todas las naciones, rivalizando en festejos. Pero la sorpresa fue que casi en todas las naciones, el momento cumbre fue hacer brillar en medio de la noche, multitud de luces multicolores, fuegos artificiales que iluminaban el firmamento, los lagos, los ríos y las ciudades.
Por otro lado, aún recordamos en el año pasado las Olimpíadas de Atenas, Grecia, que nos mantuvieron varias semanas pegados al televisor, para contemplar esa pléyade de jóvenes que se apiñaban para brillar sobre los demás en las competencias.
Un momento cumbre de esa justa mundial fue la llegada de la antorcha olímpica que hizo un recorrido por varias naciones y por continentes incluso, antes de llegar al estadio. ¡Qué gran momento fue ese, cuando fue encendido el pebetero que no se apagó sino hasta que los fuegos fueron concluidos!
Y ya que hemos comenzado con el tema de la luz, bien nos hará recordar que el primer objeto de la creación fue la luz, por voluntad del Señor, como una señal que lo refleja bien. Todo en Dios es luz, es alegría, es resplandor, es luminosidad.
Y como el hombre es también reflejo de la divinidad, a su tiempo Cristo llamó a los cristianos, por su nombre y por su misión: sal y luz.
Los cristianos tienen que ser eso precisamente en el mundo: luz del mundo y sal de la tierra. ¿De dónde le surgió a Cristo esa definición del hombre? Sin duda alguna que de sus primeros años y precisamente de su casita en Nazaret, donde su madre con el aceite que ella colocaba en la lámpara y que luego colgaba en el techo, permitía que José, ella misma y el Niño Jesús pudieran comentar a la luz de la lámpara los sencillos acontecimientos del día, tomaran sus sagrados alimentos, y oraran también iluminados por la luz de la lámpara.
Y Cristo veía cómo su madre ponía unos cuántos granitos de sal en la comida que como pobres se servía en aquella mesa, allá en el pequeño pobladito de Nazaret. Qué rico sabía la comida preparada por Mamá María, y que sentido de generosidad le daban esos pocos granitos de sal.
Alcanzaba perfectamente para ellos tres, pero también para cualquier persona que tocara en esa casa, y aún sobraba para que María socorriese al viejito que había sido atropellado por la carreta que transportaba la pastura o para la viejecita que sus hijos habían dejado para buscar fortuna en la capital Jerusalén y nunca habían regresado.
Cristo llegará pues a decir que él es la Luz que ilumina el mundo y la Sal de la tierra, y que quienes se asocien a él tendrán que imitarlo y convertirse también ellos en sal y luz para los que vamos de camino a la casa del Buen Padre Dios.
¿Qué vendría a significar hoy para los cristianos del siglo XXI ser sal del mundo y luz de la tierra?
La respuesta nos vendrá dada por un hombre que habló a su pueblo varios siglos antes de la venida de Cristo. Se trata de Isaías el Profeta, que habla a un pueblo que se quejaba de que Dios no le escuchaba y que por otra parte hacía consistir su fe en unas prácticas rituales que no tenían ningún poder transformador ni siquiera para la propia persona, menos para la comunidad en la que se encontraban.
Isaías comienza diciendo: “comparte tu pan con el hambriento, abre tu casa al pobre sin techo, viste al desnudo y no des la espalda a tu propio hermano”.
Isaías da en el clavo, pues en nuestra vida no estamos formados para dar, para socorrer, para compartir, sino para lucirlos, y lucirnos quizá a costa de los demás, con lo que queremos entrar en franca competencia, a ver quién se compra la mejor casa o la mejor camioneta, o a ver quién tiene más conquistas o más mujeres en su haber. Y nos damos el lujo de distinguirnos hasta del propio hermano que no tuvo las mismas oportunidades que nosotros.
“Entonces surgirá tu luz como una aurora y cicatrizarán de pronto tus heridas, te abrirá camino la justicia y la gloria del Señor serrará tu marcha. Entonces clamarás al Señor y él te dirá: “Aquí estoy”. Hemos llegado a un punto del camino en que las palabras bonitas y las frases huecas, serán sólo eso, palabras huecas.
Los cristianos ya no podemos dejar caer ruidosamente unas cuántas monedas en el bote o en la mano del pordiosero o de la indita sentada a la vuelta de la esquina. Tendremos que examinar las causas de la pobreza que aflige a tantos hermanos, aunque a decir verdad, nos encontraríamos con que la pobreza es causada por el pecado y el egoísmo, y por la injusta distribución de la riqueza. Y así, en la medida en que logremos abrir nuestra mano y socorrer, “surgirá nuestra luz como una aurora y cicatrizarán de pronto tus heridas”.
Hay que decir que nuestra ayuda tiene que ser en asociación o en sociedad con otros para conseguir efectos reales y duraderos. Aunque tiene sus peligros, por prestarse a una vil y despiadada propaganda para lucimiento de empresas televisivas, no cabe duda que movimientos como el Teletón han dejado huella y bienestar a muchas personas.
“Cuando renuncies a oprimir a los demás, y destierres el gesto amenazador y la palabra ofensiva: cuando compartas tu pan con el hambriento y sacies la necesidad del humillado, brillará tu luz en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía”.
¿Verdad que esto es muy distinto a contentarse con “escuchar una fría Misa dominical" vivida sin gozo, sin participación, sin alegría y sin continuidad con la vida? ¿Verdad que cuando se oye esto ya no se sentirá bien el que explota a su hermano, de estar sentado en la misma banca de la Iglesia el día domingo? ¿No será verdad que a veces queremos dar con una mano la migaja para “socorrer” al hermano, mientras con la otra le estamos robando y le estamos explotando? ¿Verdad que necesitaremos algo más que frases bonitas y esperanzadoras para acercarnos a los pobres a los que hemos explotado por años y años, a los que se les ha negado voz y voto en el adelanto de nuestra sociedad y nuestros pueblos? ¿Cuándo nos decidiremos a comenzar a ser sal de la tierra y luz del mundo?
P. Alberto Ramírez Mozqueda


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