domingo

Meditacion diaria I




¿Existe Dios?
El hombre se mueve en el mundo buscando algo más allá desde su aparición en este planeta. Busca algo que le sostenga, algo seguro en donde depositar todo su obrar, como si fuera un eterno buscador de algo que quiere poseer para siempre y que nadie se lo quite. Esta búsqueda permanente también me habla de Dios. Nunca se me ha aparecido Dios pero la creación me responde, me contesta, me sugiere. Negar la existencia de Dios sería negar el sentido de las cosas, el sentido del hombre y de su fin en esta tierra.

¿Alguna vez han experimentado un paseo por el campo en una tarde soleada? A mí me llaman la atención las praderas cubiertas de verde, la experiencia de vida al pasar por los bosques, el espectáculo de los animales desarrollándose en su habitat. ¡Me hablan de Dios! No hay mucho que decir. Sólo mirar, escuchar y oler las maravillas del Creador. Preguntarse si Dios existe en estos momentos me parecería un "outside" un fuera de lugar, un fuera de tiesto. Porque ante tan evidente maravilla sólo se puede decir: ¡que grande es el Señor!

Es difícil explicar con palabras la existencia de Dios y con lenguaje filosófico se entendería casi nada pero lo podemos descubrir cada mañana cada uno en las circunstancias en que se encuentre.

Normalmente no preguntamos si "existen" Manolo o Guadalupe: basta que los veamos todos los días para decir que "existen". A Dios no lo vemos. Pero hay veces que tampoco vemos muchas otras cosas, y, sin embargo, sabemos que existen. ¿Cómo? Porque descubrimos las señales que nos hablan de ellas. Podemos decir que todo el universo, desde las constelaciones más lejanas hasta las estructuras subatómicas más sencillas, nos hablan de un Dios que ha pensado en todo y ha querido, por amor, la existencia de sus criaturas.

Desde luego, el problema del mal puede hacernos pensar que Dios se oculta, pero también en medio del dolor es posible, o, mejor, es necesario, encontrarlo: sólo con Dios y desde Dios podemos "aprender" el difícil arte del dolor. Sólo con Dios y desde Dios podemos amar al que sufre y podemos amar sufriendo.


Para profundizar
- Catecismo de la Iglesia Católica nn. 31-38
- Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, cc. 4-6, 10.


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La pregunta que Jesús nos hace: ¿Quién decís que soy yo?
Hace dos mil años un hombre formuló esta pregunta a un grupo de amigos (Evangelio de San Marcos 8, 27). Y la historia no ha terminado aún de responderla. El que preguntaba era simplemente un aldeano que hablaba a un grupo de pescadores. Nada hacía sospechar que se tratara de alguien importante. Vestía pobremente. Él y los que le rodeaban eran gente sin cultura, sin lo que el mundo llama "cultura". No poseían títulos ni apoyos. No tenían dinero ni posibilidades de adquirirlo. No contaban con armas ni con poder alguno. Eran todos ellos jóvenes, poco más que unos muchachos, y dos de ellos -uno precisamente el que hacía la pregunta- morirían antes de dos años con las más violentas de las muertes. Todos los demás acabarían, no mucho después, en la cruz o bajo la espada. Eran, ya desde el principio y lo serían siempre, odiados por los poderosos. Pero tampoco los pobres terminaban de entender lo que aquel hombre y sus doce amigos predicaban. Era, efectivamente, un incomprendido.

Los violentos le encontraban débil y manso. Los custodios del orden le juzgaban, en cambio, violento y peligroso. Los cultos le despreciaban y le temían. Los poderosos se reían de su locura. Había dedicado toda su vida a Dios, pero los ministros oficiales de la religión de su pueblo le veían como un blasfemo y un enemigo del cielo. Eran ciertamente muchos los que le seguían por los caminos cuando predicaba, pero a la mayor parte les interesaban más los gestos asombrosos que hacía o el pan que les repartía que todas las palabras que salían de sus labios. De hecho todos le abandonaron cuando sobre su cabeza rugió la tormenta de la persecución de los poderosos y sólo su madre y tres o cuatro amigos más le acompañaron en su agonía.

La tarde de aquel viernes, cuando la losa de un sepulcro prestado se cerró sobre su cuerpo, nadie habría dado un céntimo por su memoria, nadie habría podido sospechar que su recuerdo perduraría en algún sitio, fuera del corazón de aquella pobre mujer -su madre- que probablemente se hundiría en el silencio del olvido, de la noche y de la soledad.

Y... sin embargo, veinte siglos después, la historia sigue girando en torno a aquel hombre. Los historiadores -aún los más opuestos a él- siguen diciendo que tal hecho o tal batalla ocurrió tantos o cuantos años antes o después de él. Media humanidad, cuando se pregunta por sus creencias, sigue usando su nombre para denominarse. Dos mil años después de su vida y muerte, se siguen escribiendo cada año más de mil volúmenes sobre su persona y doctrina. Su historia ha servido como inspiración para, al menos, la mitad de todo el arte que ha producido el mundo desde que él vino a la tierra. Y, cada año, decenas de miles de hombres y mujeres dejan todo -sus familias, sus costumbres, tal vez hasta su patria- para seguirle enteramente, como aquellos doce primeros amigos.

¿Quién, quién es este hombre por quien tantos han muerto, a quien tantos han amado hasta la locura y en cuyo nombre se han hecho también -¡ay!- tantas violencias? Desde hace dos mil años, su nombre ha estado en boca de millones de agonizantes, como una esperanza, y de millares de mártires, como un orgullo. ¡Cuántos han sido encarcelados y atormentados, cuántos han muerto sólo por proclamarse seguidores suyos! Y también -¡ay!- ¡cuantos han sido obligados a creer en él con riesgo de sus vidas, cuantos tiranos han levantado su nombre como una bandera para justificar sus intereses o sus dogmas personales! Su doctrina, paradójicamente, inflamó el corazón de los santos y las hogueras de la Inquisición. Discípulos suyos se han llamado los misioneros que cruzaron el mundo sólo para anunciar su nombre y discípulos suyos nos atrevemos a llamarnos quienes -¡por fin!- hemos sabido compaginar su amor con el dinero.

¿Quién es, pues, este personaje que parece llamar a la entrega total o al odio frontal, este personaje que cruza de medio a medio la historia como una espada ardiente y cuyo nombre -o cuya falsificación- produce frutos tan opuestos de amor o de sangre, de locura magnífica o de vulgaridad? ¿Quién es y qué hemos hecho de él, cómo hemos usado o traicionado su voz, qué jugo misterioso o maldito hemos sacado de sus palabras? ¿Es fuego o es opio? ¿Es bálsamo que cura, espada que hiere o morfina que adormila? ¿Quién es? ¿Quién es? Pienso que el hombre que no ha respondido a esta pregunta puede estar seguro de que aún no ha comenzado a vivir. Gandhi escribió una vez: "Yo digo a los hindúes que su vida será imperfecta si no estudian respetuosamente la vida de Jesús". ¿Y qué pensar entonces de los cristianos -¿cuántos, Dios mío?- que todo 1o desconocen de él, que dicen amarle, pero jamás le han conocido personalmente?

Y es una pregunta que urge contestar porque, si él es lo que dijo de sí mismo, si él es lo que dicen de él sus discípulos, ser hombre es algo muy distinto de lo que nos imaginamos, mucho más importante de lo que creemos. Porque si Dios ha sido hombre, se ha hecho hombre, gira toda la condición humana. Si, en cambio, él hubiera sido un embaucador o un loco, media humanidad estaría perdiendo la mitad de sus vidas.

Conocerle no es una curiosidad. Es mucho más que un fenómeno de la cultura. Es algo que pone en juego nuestra existencia. Porque con Jesús no ocurre como con otros personajes de la historia. Que César pasara el Rubicón o no lo pasara, es un hecho que puede ser verdad o mentira, pero que en nada cambia el sentido de mi vida. Que Carlos V fuera emperador de Alemania o de Rusia, nada tiene que ver con mi salvación como hombre. Que Napoleón muriera derrotado en Elba o que llegara siendo emperador al final de sus días no moverá hoy a un solo ser humano a dejar su casa, su comodidad y su amor y marcharse a hablar de él a una aldehuela del corazón de África.

Pero Jesús no, Jesús exige respuestas absolutas. Él asegura que, creyendo en él, el hombre salva su vida e, ignorándole, la pierde. Este hombre se presenta como el camino, la verdad y la vida (Juan 14, 6). Por tanto -si esto es verdad- nuestro camino, nuestra vida, cambian según sea nuestra respuesta a la pregunta sobre su persona. ¿Y cómo responder sin conocerle, sin haberse acercado a su historia, sin contemplar los entresijos de su alma, sin haber leído y releído sus palabras?

J. L. Martín Descalzo: Vida y misterio de Jesús de Nazaret.




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Generosidad para dar gloria a Dios




"Aquí esta nuestro Dios de quien esperábamos que nos salvara. Alegrémonos y gocemos con la salvación que nos trae porque la mano del Señor reposará en este mundo”. 

Estas palabras del profeta Isaías, que vemos cumplirse de una forma muy especial en el Evangelio, son también palabras que tendríamos que repetir en nuestra vida.

La vida del hombre es, en el fondo, una especie de tensión constante entre una esperanza y una realización; entre un no tener todavía la plenitud de la gracia y, por otro lado, encontrar la plenitud en Cristo. Cuantas veces tenemos dificultades y problemas de cara a la esperanza, y no encontramos la salida a la noche en la que estamos metidos, porque nos olvidamos de que la vida del ser humano es una vida en la esperanza, y que el único que puede realizarla es Cristo.

Los milagros que Jesús realiza narrados por San Mateo, no son gestos de servicio social ni acciones para solucionar una problemática de salud, sino son señales de que Dios ya ha llegado a la Tierra, de que aquello que el Antiguo Testamento prometía: "Arrancar de este monte el velo que cubre todos los pueblos, el paño que obscurece a todas las naciones", se cumplió en Cristo. Son señales de que se ha realizado, que ya no es simplemente una esperanza, sino que es una realidad.

Todos tenemos que aprender a dejarnos quitar, por parte de Cristo, el velo que nos obscurece los ojos. Tenemos que exigirnos su presencia y ser muy firmes con nosotros mismos para permitir el cambio que Cristo quiere llevar a cabo en cada uno. Cuántas veces quisiéramos cambiar, pero nos da miedo transformar ciertas actitudes y comportamientos. Sin embargo, esto es como si los lisiados, ciegos, sordos, mudos y enfermos de los que nos habla el Evangelio, ante la presencia de Cristo que viene a curarlos, hubiesen dicho: mejor no me cures; déjame como estoy. Déjame enfermo, lisiado, tullido o ciego.

Creo que nadie, pudiendo curarse, preferiría seguir enfermo. Sin embargo, cuántas veces, pudiendo curar nuestro espíritu, no lo hacemos. Cuántas veces sabemos que nuestra debilidad, nuestro problema, el velo que nos cubre los ojos, las lágrimas que nacen en nuestro corazón son algo en concreto, y lo identificamos perfectamente. ¿Por qué, entonces, queremos seguir con ellos? ¿Por qué querer continuar con los ojos vendados? ¿Por qué querer seguir usando muletas cuando podemos usar nuestros pies sanados por Cristo?

Hay que permitir que Nuestro Señor actúe, porque cuando Él llega a nuestra vida, si nosotros se lo permitimos, lo hace con tal abundancia, que se ve reflejada en la multiplicación de los panes y de los peces, que no es otra cosa sino la abundancia de la presencia de Dios.

Como ya lo dije antes, Jesús no está simplemente resolviendo el problema nutritivo de los judíos. Cristo está, por encima de todo, demostrando la abundancia del Reino de Dios. Jesucristo, con este Evangelio, viene a manifestar y a hacer efectiva su presencia en nuestra vida. Tenemos que darnos cuenta de que su presencia es de tal riqueza, que no hay nada que la pueda sobrepasar.

¿Permitimos que la presencia de Cristo en nuestras vidas nos sane y nos enriquezca? ¿O preferimos quedarnos enfermos y pobres? Son los dos caminos que tenemos, no hay un tercero. Porque o es la presencia de Dios en nuestra vida, al que nosotros dejamos actuar, o es la ausencia de Dios. 

Para que esta presencia eficaz y abundante se realice en nuestra alma, tenemos que cultivar la generosidad. Muchas veces el problema no es que Cristo nos convenza, ni el que no sepamos que Cristo puede transformar nuestra vida, sino que nuestro verdadero problema es un problema de generosidad ante la transformación concreta que Cristo nos pide. A algunos nos la puede pedir en el ámbito de las virtudes, a otros en el área de actitudes más profundas, a lo mejor, incluso, en modos de ver la propia vida, de ver el propio camino, en formas diferentes de ver la propia santificación. O podría suceder, también, que nuestra existencia estuviese llamada por Dios a una transformación, y nosotros resistirnos al cambio concreto que Dios quiere hacer en ella.

Debemos pedir a Dios, en todo momento, que se haga presente en nuestra vida, porque es la gracia que Él da a quien se la pide. 

¡Hazte presente en mi vida de una forma eficaz, de una forma abundante! ¡Hazte presente en mi vida dándome mucha generosidad para aceptar tu presencia y tu abundancia! Que esta sea la petición interior de cada uno de nosotros en este camino de preparación a la llegada de Jesucristo, para que nuestro encuentro con Él en Navidad, no sea simplemente algo que vimos, algo que realizamos, y algo que pasó. Sino que sea algo que llegó a transformar de manera abundante y eficaz nuestra existencia.

Autor: P. Cipriano Sánchez LC








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El pesebre es una escuela de vida

Para alegrarnos, necesitamos no sólo cosas, sino amor y verdad: necesitamos a un Dios cercano, que calienta nuestro corazón.



“Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres El Señor está cerca” (Fil 4, 4-5). La madre Iglesia, mientras nos acompaña hacia la santa Navidad, nos ayuda a redescubrir el sentido y el gusto de la alegría cristiana, tan distinta a la del mundo. 

(…) Me alegra saber que en vuestras familias se conserva la costumbre de hacer el pesebre. Pero no basta con repetir un gesto tradicional, aunque sea importante. Hay que intentar vivir en la realidad del día a día lo que el pesebre representa, es decir el amor de Cristo, su humildad, su pobreza. Es lo que hizo san Francisco en Greccio: representó en vivo la escena de la Natividad, para poderla contemplar y adorar, pero sobre todo para saber poner en práctica mejor el mensaje del Hijo de Dios, que por amor a nosotros se despojó de todo y se hizo un niño pequeño.

(…) el pesebre es una escuela de vida, donde podemos aprender el secreto de la verdadera alegría. Ésta no consiste en tener muchas cosas, sino en sentirse amado por el Señor, en hacerse don para los demás y en quererse unos a otros.

Miremos el pesebre: la Virgen y san José no parecen una familia muy afortunada; han tenido su primer hijo en medio de grandes dificultades; sin embargo están llenos de profunda alegría, porque se aman, se ayudan, y sobre todo están seguros de en su historia está la obra Dios, Quien se ha hecho presente en el pequeño Jesús.

¿Y los pastores? ¿Qué motivo tienen para alegrarse? El Bebé no cambiará realmente su condición de pobreza y de marginación. Pero la fe les ayuda a reconocer en el “niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”, el “signo” del cumplimiento de las promesas de Dios para todos los hombres “en quienes él se complace” (Lc 2,12-14), ¡también para ellos!

En eso, queridos amigos, es en lo que consiste la verdadera alegría: es sentir que nuestra existencia personal y comunitaria es visitada y colmada por un gran misterio, el misterio del amor de Dios. Para alegrarnos, necesitamos no sólo cosas, sino amor y verdad: necesitamos a un Dios cercano, que calienta nuestro corazón, y responde a nuestros anhelos más profundos. Este Dios se ha manifestado en Jesús, nacido de la Virgen María. 

Por eso el Niño, que ponemos en la cabaña o en la cueva, es el centro de todo, es el corazón del mundo. Oremos para que cada persona, como la Virgen María, pueda acoger como centro de su propia vida al Dios que se ha hecho Niño, fuente de la verdadera alegría.



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El amor se hace compromiso
Adviento. Jesús en Belén es una llamada de Dios para que nuestro corazón sea capaz de abrirse a Él, es una invitación de Dios al amor.

Todos hemos oído alguna vez estos versos del poeta español del Siglo de Oro:

“Qué tengo yo que mi amistad procuras.
Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de nieve
pasas las noches del invierno obscuras.
¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras, pues no te abrí!”.

Dios ha querido hacerse hombre para ver si era capaz de conmovernos el corazón y así poder entrar en nuestra vida. Cristo toca el corazón de todos los hombres para que seamos capaces de abrirle, seamos capaces de escucharle, seamos capaces de amarle. Pero Cristo sólo entra en nuestra vida cuando nosotros se lo permitimos.

Jesús en Belén es una llamada de Dios para que nuestro corazón sea capaz de abrirse a Él, es una invitación de Dios al amor. Jesucristo en el pesebre no sólo nos invita a amar, también nos invita a comprometernos, porque cuando el ser humano ve a Dios hecho Hombre en una cuna, no puede dejar de hacerlo. Es tanto lo que Dios me ha amado, que ha querido llegar hasta el extremo de ser Él mismo objeto de compasión, de misericordia.

Ésta es la forma con la cual Dios llama a la puerta de cada ser humano. De manera que, sin coartar la propia libertad, al mismo tiempo pueda sacar de ella el amor que transforma. Porque solamente cuando el hombre es capaz de amar profunda y auténticamente a Dios, es capaz también de amar profunda y auténticamente a sus semejantes. Cuando un hombre no es capaz de amar a Dios, qué difícil es que sea capaz de amar a otro hombre. Si no soy capaz de sentir compasión de Dios que por mí se hace Hombre, ¿voy a poder sentirla por un hombre como yo?

Ahora bien, cuando la libertad no se orienta hacia el amor se hace egoísta; pero cuando la libertad se orienta hacia el amor se hace compromiso. Son los dos caminos que podemos seguir: egoísmo o compromiso. Sin embargo, tenemos que tener muy claro que cuando el hombre se orienta hacia el egoísmo, automáticamente deja de vivir, se encuentra muerto en vida. Su existencia es tremendamente triste, aunque haya hecho en su vida lo que pensaba que quería y debía hacer.

Si fuéramos capaces de romper con el egoísmo, al mismo tiempo romperíamos con muchas de nuestras opresiones internas, porque como dice el Papa Juan Pablo II: “El hombre no puede vivir sin amor”.

El amor es un compromiso serio, claro y exigente. Por eso cada vez que eludo el compromiso, eludo el amor. Cuando no me comprometo, en el fondo, es que en mí hay egoísmo. Estas palabras pueden sonar muy fuertes, pero nos tiene que animar la certeza de que el hombre es la única creatura capaz de rescatar cualquier situación de su vida. No hay ninguna situación que no sea rescatable cuando en la persona humana hay esa voluntad, ese deseo.

El amor es, necesariamente, compromiso. Por eso Dios se compromete en su Hijo, se nos da en su Hijo, Dios se encarna en su Hijo. Porque el amor de Dios es compromiso, el nuestro también tiene que serlo. En primer lugar, compromiso con Dios; en segundo lugar, compromiso con los demás; y en tercer lugar, compromiso con nosotros mismos.

Nuestra libertad tiene que orientarse a eliminar todo egoísmo con nosotros mismos, que es muy difícil de lograr. Cuando empezamos a consentirnos, cuando empezamos a no ser exigentes con nosotros mismos es porque el amor dejó paso al egoísmo. Cuando tenemos miedo de dar pasos que nos van a llevar a una real transformación interior, el egoísmo nos está esclavizando. No nos queda otro camino, tenemos que elegir: nuestro compromiso puede ser como un adorno que se pone y se quita, o como una luz que se consume y se entrega.

No hay que olvidar que el compromiso auténtico tiene dos características: sinceridad y exigencia. Sólo cuando la persona es sincera y exigente con ella misma, es auténticamente comprometida, auténticamente amante y auténticamente libre. De esta misma manera, la verdadera Navidad es la que compromete, la que transforma, la que consume. Si queremos sanar nuestro corazón y los corazones de los que nos rodean tenemos que asumir un compromiso como el de Dios: serio, claro y fuerte. No nos queda otro camino más que el compromiso auténtico, sincero y exigente.

Lograrlo no es fácil, porque todos somos conscientes de que aunque nos digan las cosas, no las hacemos; aunque sepamos cómo llevarlas acabo, sólo hacemos aquellas que nos gustan. Sin embargo, en la medida que estemos dispuestos a hacer objeto de nuestro amor el compromiso, nuestro amor será auténtico, porque estaremos haciendo que nuestra vida se consuma dando luz.

¿Es así como estoy dispuesto a entrar a la Navidad? Recordemos que es tan sencillo como abrir una puerta...; tan comprometedor como dejar que entre el que está llamando. Tan simple como recibir a una persona en la casa...; tan comprometedor como dejar que esa persona sea Dios. Tan fácil como encender un cerillo...; tan comprometedor como dejar que se consuma. Tan sencillo como decir: “te amo”...; tan comprometedor como decirlo de corazón.



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