Cuidado con los abortos espirituales
El final de un año y el inicio de otro siempre son momentos fuertes donde el espíritu está más propicio para acoger sanos propósitos. Es verdad, tantas otras veces no hay que esperar a entonces pues el deseo de mejorar y crecer, o de salir de la rutina y la tibieza, puede llegar en cualquier momento: a través de un consejo oportuno, de un testimonio inesperadamente elocuente, de unas palabras de aliento que hacen madurar las decisiones para lograr una mayor perfección cristiana en la vivencia concretísima de una virtud a alcanzar o de un vicio a extinguir.
Sin embargo, aun teniendo claro el objetivo y las fuerzas anímicas y físicas para llevarlo a cumplimiento, muchas veces dejamos esa transformación “para después”. Sucede lo que en los versos finales de aquel famoso soneto de Lope de Vega: “Mañana le abriremos”, respondía, / para lo mismo responder mañana”.
Un propósito de vida nueva debe hacerse obra inmediatamente, sin dilatarse. Todo lo bueno, si es bueno, viene de Dios. De ahí que todos esos buenos planes de vida sean como un “concebir” a Jesús que se hace cercanía y aliento para un feliz cumplimiento de todos los sanos y provechosos propósitos. Sí, cuando acogemos la voz del Espíritu Santo que nos mueve al bien, “concebimos” a Jesús en el alma. Pero si sólo es “concebido”, pero no alumbrado, el propósito se convierte en un aborto espiritual de los que, más de lo que imaginamos, suelen poblar el mundo.
De ahí que no debamos detenernos pensando en llevar a cabo la transformación de nuestra vida en un futuro que no sabemos si tendremos, sino en el presente del cual disponemos. Esta es la clave: vivir el presente, aprovechar el presente, también y sobre todo para llevar a la práctica todas esas inspiraciones que vienen de Dios y que buscan hacernos mejores cristianos, mejores seres humanos.
Madre mía te quiero con todo mi corazón
Dulcísima Madre mía,
he venido a saludarte con cariño
en este nuevo día.
¿Quién te hizo tan bella?
Quizás Tú no lo sepas,
pero yo no puedo contemplar tu rostro
y mirar tus ojos de cielo
sin emocionarme hasta el alma.
¿Quién me amó tanto, tanto,
que me hizo hijo tuyo?
Hermosísima Reina, Madre de bondad,
estás hecha de bondad y de amor.
¡Qué felices nos has hecho,
qué afortunados por tenerte como madre!
Era yo un gitanillo que inspiraba compasión,
Era un niño pobre, un niño malo.
Había caminado descalzo
Por sendas de piedras y maleza;
traía una carita sucia de lágrimas antiguas
y polvo de muchos caminos.
Era un niño pequeño,
pero había sufrido ya como adulto.
Se me había olvidado la sonrisa.
El futuro era negro de nubes espesas.
Y, de pronto, apareciste Tú en mi vida.
Una mujer muy hermosa,
una mujer que inspiraba todo el cariño del mundo.
Me mirabas con una sonrisa de cielo.
Me llamaste con una voz tan dulce
Me esforcé en sonreír un tanto,
y me fui acercando temblando de emoción.
De pronto, tus manos se abrieron
y me sumergí en un abrazo tan dulce
que todas mis penas se fueron;
y me sentí el niño más feliz del mundo.
Pero mi alegría fue más grande que yo mismo,
cuando de tus labios graciosos brotó esta palabra: “Hijo mío.”
Quise decir algo que brotaba con ímpetu del corazón.
No pude decirlo, no me atrevía.
Miré mis sandalias rotas, mi vestido raído;
mi corazón y mis manos no eran limpios.
“Hijo mío, cuanto te quiero,
cuánto te he esperado, hijo de mi alma.”
Entonces ya no pude callarme y le dije
con las lágrimas más puras
y la alegría de un niño feliz:
“Madre mía te quiero con todo mi corazón.”
Y un abrazo fundió
a la Madre pura y santa
y al niño pecador.
“He ahí a tu Madre, he ahí a tu hijo”
El que dijo estas bellas palabras
era Dios mismo,
un Dios que moría por mí en una cruz:
un Dios que me dio a su misma madre
en un impulso de amor.
No es un rato de contento,
es una eternidad de felicidad.
La eternidad de la alegría
comenzó desde ese momento
en que Jesús dijo esas palabras en la cruz.
Nos daba su vida y su sangre,
nos daba la Madre de sus sueños.
Desde entonces ya no soy el niño malo;
que malo no puedo seguir siendo
junto a una Madre tan buena.
Ya no soy un niño huérfano,
ni triste ni harapiento.
Soy el niño más feliz.
Ya mis lágrimas son de de amor y alegría,
por Ella, por mi Madre del cielo.
Caminar contigo es tocar el cielo con la mano;
vivir junto a Ti es ya adelantar la gloria.
Contigo los dolores se mitigan,
las amargas lágrimas se detienen
y el desierto vuelve a florecer.
Mi desierto ha vuelto a florecer.
Todo cambió desde aquel día,
el día maravilloso en que te conocí, oh Madre.
Yo no te conocía, primor de los valles.
Ignoraba que existías, amor de mi vida.
Pasé junto a valles hermosos y bellísimas flores
y nunca imaginé que Tú tenías
la luz y la belleza de los valles y las flores.
Vida mía, amor mío,
Vida, belleza y amor ensamblados.
Eres una senda florecida
que me ha conducido a Dios.
Me enamoré de Ti primero para siempre,
pero tu amor me llevó dulcemente, sin fatiga,
hacia el Dios Amor.
Tú me hiciste querer a ese ser infinitamente amable.
Presentaste a mis ojos
a un Dios Niño, ternura infinita,
un encanto de Dios hecho niño por mí.
La mujer que es amor
llevando en sus brazos al Niño que es amor,
porque es el Niño Dios.
Oh Madre dulcísima,
no quiero jamás separarme de Ti,
no quiero jamás separarme del Dios
que me has enseñado a querer;
el mismo Dios que Tú amas tanto
porque es tu Dios y es hijo de tus entrañas.
Enséñame a amarlo con todo mi corazón.


0 comentarios:
Publicar un comentario