TEMAS
1)Si Dios me concediese ver mi alma
2)Del pecado a la gracia
Si Dios me concediese ver mi alma
Si Dios me concediese ver mi alma tal cual es, quizá sentiría una pena profunda al descubrirla tan llena de egoísmo, de maldad, de pecados. Quizá me dominaría un sentimiento de terror ante tanta oscuridad, tanta miseria, tantas cobardías.
Pero si Dios me concediera ver mi alma plenamente, en toda su pobreza y en toda su riqueza, descubriría también que está envuelta por un Amor inmenso, misericordioso, magnífico. Vería con claridad que Dios me ama.
Me ama, porque me ha creado. Me ama, porque me ha redimido. Me ama, porque conoce que soy débil. Me ama, porque quiere sacarme del pecado. Me ama, porque me ha enseñado el camino del Reino. Me ama entrañablemente, con amor de Padre, y por eso me pide que también yo empiece a amar a mis hermanos.
Debe ser una gracia maravillosa: descubrir que Dios, Amor, está más dentro que lo íntimo de mi alma, y que está por encima de lo más alto de mis pensamientos. Lo decía san Agustín, y podemos experimentarlo cada uno si podemos ver, desde la luz del Espíritu Santo, nuestra propia alma.
Si Dios me concediese ver mi alma tal cual es, le pediría simplemente que me ayudase a fijarme más en su mirada que en mis miserias. Y que me concediese también la gracia de poder susurrar, los días que me queden de vida, a tantos corazones que están a mi lado que también ellos tienen en los cielos un Padre misericordioso que los busca, que los espera, que los ama.
Su mirada sostiene mis pasos. Su amor explica mi vida. Su verdad me enseña el camino. Su misericordia perdona mis pecados. Su justicia me pide acabar con el egoísmo. Su paciencia salva muchas almas y me pide un poco de paciencia y comprensión para ese familiar, ese amigo, esa persona que me ha hecho tanto daño...
P. Fernando Pascual LCDel pecado a la gracia
Si con el pecado entra el mal en el mundo y avanza la muerte, con la conversión triunfa la gracia, se regenera el mundo, la vida resplandece.
Vivimos como si lo importante fuese la situación de la bolsa, el precio de las hipotecas, la calidad de las naranjas importadas o la cantidad de gasolina “limpia” que circula por nuestras carreteras.
Por eso olvidamos que estamos en medio de una lucha tremenda, dura, entre el pecado y la gracia. Dejamos de lado lo decisivo, lo que vale más allá de las medidas humanas, lo que conduce a la felicidad temporal y al cielo eterno: la vida de gracia.
Porque la vida de gracia, por la que nos unimos a Cristo y a la Iglesia, se pierde cuando cedemos al pecado, cuando dejamos crecer nuestro egoísmo, cuando seguimos la mentalidad del mundo, cuando acogemos las tentaciones del maligno.
Pero esa vida de gracia puede recuperarse. Desde un arrepentimiento profundo, desde una confesión sincera, desde la vida de penitencia y de oración, desde la confianza en la bondad divina, el pecado queda borrado por la misericordia divina. Es entonces cuando avanza la dicha profunda de quien vuelve a vivir en unión íntima con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Romper con el pecado debe ser, para cada corazón cristiano, la principal urgencia, la empresa más importante, el compromiso más profundo. Porque no podemos sentirnos tranquilos con un cristianismo de “carnet” sin una vida auténticamente evangélica; porque Dios desea que volvamos a sus brazos cada vez que el mal haya dejado una herida en nuestro corazón incierto.
Dios nos ayuda. Eso es la gracia: “el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios , hijos adoptivos , partícipes de la naturaleza divina , de la vida eterna.
Más aún: la gracia “es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria” (Catecismo n. 1997).
Este momento que tengo entre mis manos es una nueva invitación de Dios. Me espera, me anima, me impulsa, me llama.
Con su fuerza, con su bondad, con su mirada, podré dar el paso que me aparte de ese pecado que tantas veces me ha engañado. Entraré entonces en un horizonte de gracia, de amor, de alegría infinita: el del abrazo profundo del Padre que acoge a uno de sus hijos más enfermos.
P. Fernando Pascual LC

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