TEMAS
1)¿Olvidar sin perdonar o perdonar sin olvidar?
2)Si me hiciste daño, no lo tomo en cuenta
¿Olvidar sin perdonar o perdonar sin olvidar?
Estos días primeros del año escolar es un gusto contemplar la llegada de los niños a la escuela, cargando sobre sus espaldas, casi hasta doblarse, las pesadas mochilas que ahora se han inventado para tener las manos libres y cargar mas cosas aún, la torta para el recreo, o la fruta para la maestra.
Esto me hace pensar que cada uno de nosotros, en nuestro trato diario con las gentes que nos rodean, vamos siendo lastimados y comenzamos a cargar sobre nuestras espaldas y sobre el corazón, pesadas cargas que a veces vienen de mucho tiempo atrás y que nos hacen sentir mal y gastar una cantidad tremenda de energía en mantener esa situación lastimosa y ese rencor, que a veces llega incluso a enfermarnos.
Este domingo Cristo viene a nuestro encuentro con una de esas parábolas morrocotudas que él acostumbraba, invitándonos al perdón sanador y salvador, de la misma manera que el Buen Padre Dios nos ha perdonado.
El asunto fue provocado por Pedro que en el colmo de su generosidad le preguntó a Cristo si estaba bien terminar de perdonar a los demás cuando se hubiera llegado al número siete. Pero la respuesta de Cristo en resumidas cuentas fue decirle que hay que perdonar siempre, y para eso fue desenvolviendo la trama de su cuentecito, sobre un patrón que perdonó a uno de sus trabajadores una suma de varios millones, cuando éste le suplicó que tuviera compasión de él, pero que en cuanto el empleado salió de la entrevista con el patrón no quiso perdonar la deuda de unos cuántos pesos a un compañero de trabajo. Y el empleado lo pasó muy mal cuando su patrón se enteró de su conducta.
LO QUE NO ES EL PERDÓN Y SUS CONSECUENCIAS
Las pequeñas deficiencias de cada día, un pisotón, un empujón, alguien que se burló de nosotros llamándonos pelón o gorda o chimuelo, y que nosotros convertimos en una gran tragedia y en un berrinche sensacional que se oye hasta el otro lado del mundo. Y nos juramos hacer que el otro la pague esperando el momento oportuno para hacerle eso mismo y algo más para “que vea cómo se siente”.
Hemos llegado a considerar el perdón como una debilidad que nosotros no podemos permitirnos, hay que hacer que el otro pague, que se manifieste primero la justicia, el que la hace la paga, para que aprenda, para que no se le ocurra volver a hacer lo mismo, ¿Qué porqué procedió el otros así? A mí que me importa, que sufra, que le duela.
Casi siempre nos sentamos en nuestro trono de gloria, nos sentimos magnánimos, nos sentimos muy buenos o casi como por cortesía y se nos ocurre que nosotros tenemos que perdonar a todos los que nos han ofendido, pero decir nosotros: “!Perdónenme ustedes!” y comiencen a caminar a mi lado, es algo que no se nos ocurriría ni por equivocación.
¿Ya perdonaste? Es muy frecuente oírlo, sí ya se me olvidó, ya no lo recuerdo, lo cuál equivaldría a lo que con cierta frecuencia ocurre en las operaciones, que la herida se cierra en falso, pero por dentro quedó el malestar y al paso del tiempo aquella herida supura y hay necesidad de volver a abrir para sacar el mal de raíz. Olvidar sin perdonar será hacer que el corazón resulte dañado porque el rencor volverá algún día tarde o temprano, y el mal se verá agrandado y hasta con intereses.
El otro extremo es también sumamente frecuente, perdonar sin olvidar, es que me hierve la sangre cada que me lo encuentro y tenemos frases muy hechas y muy trilladas: te perdono, pero no te vuelvas a parar por aquí, no quiero volver a verte, nomás que no te encuentre y verás, si te vuelves a cruzar conmigo, te juro que no descansaré hasta hacerte pedacitos, lo cuál equivale a dejar sobre la cabeza del otro la espada de Damocles, como quien dice, aquí tengo el recibo y te lo puedo cobrar en el momento que a mi me de mi regalada gana, lo cual equivale a darle un apretón más a las cadenas del odio y la venganza.
Y todavía podremos entretenernos en algunas situaciones que vamos creando en nuestra vida diaria: me ofendió, pues le aplicaré la ley del hielo, para que sienta, para que no se le vuelva a ocurrir tratarme así… te saliste con la tuya, pero me la vas a pagar… fuiste injusto conmigo, pues no perderé el momento para echártelo en cara… me trataste mal en tu ventanilla, pues no descansaré hasta que te quiten el trabajo… quisiste pasarte de listo conmigo, pues aunque tenga que gastar más en los trámites legales, ya verás cómo no te sales con la tuya…por lo menos vamos a quedar mano a mano, para que entiendas.
Si me han seguido hasta aquí mis sufridos lectores, será entonces el momento de tomar papel y pluma, comenzar a anotar a personas concretas con las que hemos tenido problemas o enemistades, y si encontramos que nos han ofendido, comenzar a dar el perdón, sin guardar ya resabios, rescoldos o resentimientos, pero desde dentro de nosotros mismos, descargando esa mochila que traemos cargada, pero si encuentro que yo soy el que ha dañado, lastimado o herido a los demás, comenzar por el ejercicio de pedir perdón y liberarnos también de otra carga que hace muy difícil nuestra vida. Y si lo hacemos dejante de una imagen de Cristo crucificado, sentiremos una situación nueva que nos hará respirar a pleno pulmón, porque nos habremos desprendido de una carga que nos había hecho sufrir por mucho tiempo.
Y aquí enlazaríamos con la pequeña segunda parte, para caer en la cuenta que el perdón siendo tan difícil, nunca vendría a lo humano, si no tenemos el auxilio de la fe, y el ejemplo de Cristo que desde lo alto de la cruz escribió la página mas bella de amor y de perdón a todos los hombres, pues perdonó y disculpó a todos los que hemos sido marcados con el pecado y la carga de la culpa: “perdónalos, porque no saben lo que hacen”, sin olvidarnos que el mismo Cristo puso como única condición para perdonarnos, el perdonar nosotros mismos: “Perdónanos… como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. San Pablo llegará a decir: “Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros”,
Y los dos renglones que me quedan, serán para decirles que el perdón de Dios, al que debemos imitar, tiene características muy especiales: es TOTAL, no se guarda nada, puedes estar seguro de que nunca más de echará en cara tus delitos: es INCONDICIONAL, con tal de que aceptes con arrepentimiento el perdón que Dios te da; es una APUESTA a favor nuestro, pues el Padre confía en sus hijos totalmente, y finalmente el perdón de Dios es HUMANIZADOR pues hace sentir al hombre el cariño, el amor, el gozo del hijo que regresa a los brazos amorosos del Padre, que no pide cuentas, y que recibe con un abrazo y que hace fiesta por el hijo que regresa arrepentido a la casa del Buen Padre Dios.
¿Por qué no comienzas hoy mismo a ejercitar el don del perdón a tus propios hermanos, comenzando por el perdón a ti mismo, ya que Dios sí te ha perdonado?
P. Alberto MozquedaSi me hiciste daño, no lo tomo en cuenta
Cada vez que en la Cuaresma se nos presenta el grito de súplica, de perdón por parte del pueblo de Israel, al mismo tiempo está hablándonos de la importancia que tiene la conversión interior. La Escritura habla de que se han cometido iniquidades, de que se han hecho cosas malas, pero, constantemente, la Escritura nos habla de cómo nuestro corazón tiene que aprender a volverse a Dios nuestro Señor, de cómo nuestro corazón tiene que irse convirtiendo, y de cómo no puede haber ninguna dimensión de nuestra vida que quede alejada del encuentro convertido con Dios nuestro Señor. Así es importante que convirtamos y cambiemos nuestras obras, es profundamente importante que también cambiemos nuestro interior.
La Escritura nos habla de la capacidad de ser misericordiosos, de no juzgar, de no condenar y de perdonar. Esto que para nosotros podría ser algo muy sencillo, porque es que si me hiciste un daño, yo no te lo tomo en cuenta; requiere del alma una actitud muy diferente, una actitud de una muy profunda transformación. Una transformación que necesariamente tiene que empezar por la purificación, por la conversión de nuestra inteligencia.
Cuántas veces es el modo en el cual interpretamos la vida, el modo en el cual nosotros «leemos» la vida lo que nos hace pecar, lo que nos hace apartarnos de Dios. Cuántas veces es nuestro comportamiento: lo que nosotros decimos o hacemos. Cuántas veces es simplemente nuestra voluntad: las cosas que nosotros queremos. ¡Cuántas veces nuestros pecados y nuestro alejamiento de Dios viene porque, en el fondo de nuestra alma, no existe un auténtico amor a la verdad! Un amor a la verdad que sea capaz de pasar por encima de nosotros mismos, que sea capaz de cuestionar, de purificar y de transformar constantemente nuestros criterios, los juicios que tenemos hechos, los pensamientos que hemos forjado de las personas. Cuántas veces, tristemente, es la falta de un auténtico amor a la verdad lo que nos hace caminar por caminos de egoísmo, por caminos que nos van escondiendo de Dios.
Y cuántas veces, la búsqueda de Dios para cada una de nuestras almas se realiza a través de iluminar nuestra inteligencia, nuestra capacidad de juzgar, para así poder cambiar la vida. ¡Qué difícil es cambiar una vida cuando los ojos están cerrados, cuando la luz de la inteligencia no quiere reconocer dónde está el bien y dónde está el mal, cuál es el camino que hay que seguir y cuál el que hay que evitar!
Uno de los trabajos que el alma tiene que atreverse a hacer es el de cuestionar si sus criterios y sus juicios sobre las personas, sobre las cosas y sobre las situaciones, son los criterios y los juicios que tengo que tener según lo que el Evangelio me marca, según lo que Dios me está pidiendo. Pero esto es muy difícil, porque cada vez que lo hacemos, cada vez que tenemos que tocar la conversión y la purificación de nuestra inteligencia, nos damos cuenta de que estamos tocando el modo en el cual nosotros vemos la vida, incluso a veces, el modo en el cual nosotros hemos estructurado nuestra existencia. Y Dios llega y te dice que aun eso tienes que cambiarlo. Que con la medida con la que tú midas, se te va a medir a ti; que el modo en el cual tú juzgas la vida y la estructuras, el modo en el cual tú entiendas tu existencia, en ese mismo modo vas a ser juzgado y entendido; porque el modo en el cual nosotros vemos la vida, es el mismo modo en el cual la vida nos ve a nosotros.
Esto es algo muy serio, porque si nosotros vamos por la vida con unos ojos y con una inteligencia que no son los ojos ni la inteligencia de Dios, la vida nos va a regresar una forma de actuar que no es la de Dios. No vamos a ser capaces de ver exactamente cómo Dios nuestro Señor está queriendo actuar en esta persona, en esta cosa o en esta circunstancia para nuestra santificación.
“Con la misma medida que midáis, seréis medido”. Si no eres capaz de medir con una inteligencia abierta lo que Dios pide, si no eres capaz de medir con una inteligencia luminosa las situaciones que te rodean, si no eres capaz de exigirte ver siempre la verdad y lo que Dios quiere para la santificación de tu alma en todas las cosas que están junto a ti, ésa medida se le está aplicando, en ese mismo momento, a tu alma.
Qué importante es que aprendamos a purificar nuestra inteligencia, a dudar de los juicios que hacemos de las personas y de las cosas, o por lo menos, a que los confrontemos constantemente con Dios nuestro Señor, para ver si estamos en un error o para ver qué es lo que Dios nuestro Señor quiere que saquemos de esa situación concreta en la cual Él nos está poniendo.
Pero cuántas veces lo que hacemos con Dios, no es ver qué es lo que Él nos quiere decir, sino simplemente lo que yo le quiero decir. Y éste es un tremendo riesgo que nos lleva muy lejos de la auténtica conversión, que nos aparta muy seriamente de la transformación de nuestra vida, porque es a través del modo en el cual vemos nuestra existencia y vemos las circunstancias que nos rodean, donde podemos estar llenando nuestra vida, no de los criterios de Dios, no de los juicios de Dios, sino de nuestros criterios y de nuestros juicios. Además, tristemente, los pintamos como si fuesen de Dios nuestro Señor, y entonces sí que estamos perdidos, porque tenemos dentro del alma una serie de criterios que juzgamos ser de Dios, pero que realmente son nuestros propios criterios.
Aquí sí que se nos podría aplicar la frase tan tremenda de nuestro Señor en el Evangelio: “¡Ay de vosotros, guías ciegos, que no veis, y vais llevando a los demás por donde no deben!”. También es muy seria la frase de Cristo: “Si lo que tiene que ser luz en ti, es oscuridad, ¿cuáles no serán tus tinieblas?”.
La conversión de nuestra inteligencia, la transformación de nuestros criterios y de nuestros juicios es un camino que también tenemos que ir atreviéndonos a hacer en la Cuaresma. ¿Y cuál es el camino, cuál es la posibilidad para esta transformación? El mismo Cristo nos lo dice: “Dad y se os dará”. Mantengan siempre abierta su mente, mantengan siempre dispuesto todo su interior a darse, para que realmente Dios les pueda dar, para que Dios nuestro Señor pueda llegar a ustedes, pueda llegar a su alma y ahí ir transformando todo lo que tiene que cambiar.
Es un camino, es un trabajo, es un esfuerzo que también nos pide la Cuaresma. No lo descuidemos, al contrario, hagamos de cada día de la Cuaresma un día en el que nos cuestionemos si todo lo que tenemos en nuestro interior es realmente de Dios.
Preguntémosle a Cristo: ¿Cómo puedo hacer para verte más? ¿Cómo puedo hacer para encontrarme más contigo?
La fe es el camino. Ojalá sepamos aplicar nuestra fe a toda nuestra vida a través de la purificación de nuestra inteligencia, para que en toda circunstancia, en toda persona, podamos encontrar lo que Dios nuestro Señor nos quiera dar para nuestra santificación personal.
P. Cipriano Sánchez LC

0 comentarios:
Publicar un comentario