TEMAS
1)Nada temo, Señor, porque Tú estás conmigo
2)Cristo nos ama incluso cuando nos atrevemos a negarlo
Nada temo, Señor, porque Tú estás conmigo
El camino de conversión, que es la Cuaresma, tiene como todo camino, un inicio; y como todo camino, tiene también un final. La Cuaresma se enfrenta en esta semana con su última semana. El Domingo de Ramos, que es cuando celebramos la entrada de Jesús en Jerusalén, estaremos celebrando también el momento en el cual termina la Cuaresma para dar inicio a la Semana Santa. En ese momento podríamos simplemente quedarnos con la idea de haber dicho: una Cuaresma más que pasó por nuestra vida, cuarenta días más. O preguntarnos: ¿Cómo aproveché este camino? ¿Realmente le saqué fruto a toda esta Cuaresma, o la Cuaresma se me fue, como se me van tantas otras cosas?
La liturgia, en el salmo responsorial, nos habla de un sentimiento que tendría que estar presente en nuestro corazón: “Nada temo, Señor, porque Tú estás conmigo”. Todos sabemos que la Cuaresma es un llamamiento muy serio a la conversión, es una llamada muy exigente a transformar la vida; no la podemos dejar igual después de la Cuaresma. Nosotros podríamos asustarnos al ver el programa de conversión que se nos propone y al darnos cuenta de lo que significa convertir la propia personalidad, convertir los propios sentimientos, convertir la propia inteligencia, convertir la propia voluntad, cambiar totalmente la propia existencia.
Esta conversión se nos podría hacer un camino tan impracticable, una cumbre tan elevada, que en el corazón puede llegar a aparecer el miedo. Un miedo que nos hace incapaces de poder transformar nuestra vida, un miedo que, incluso, nos puede hacer rebeldes contra las mismas necesidades de transformación, y entonces quedarnos, a la hora de la hora, con el miedo, con la rebeldía y sin la transformación.
¡Qué serio es esto!, porque puede ser que nuestra vida se nos esté yendo como agua entre los dedos y no terminar de afianzar la transformación que nosotros necesitamos llevar a cabo en nuestra alma, y no terminar de consolidar en nuestra alma la exigencia de una auténtica transformación cristiana.
¡Cuántas Cuaresmas hemos vivido! ¡Cuántos llamados a la conversión! Cuántas veces hemos escuchado el “arrepiéntete” y, sin embargo, ¿dónde estamos en este camino? Creo que el Evangelio de hoy podría ser para todos nosotros algo muy significativo, porque Jesucristo nos habla de cómo todos tenemos esa presencia, de una forma o de otra, del alejamiento de Dios: el pecado en nuestro corazón.
El episodio de la mujer adúltera es un episodio en el cual Jesucristo se encuentra no tanto con la realidad del pecado, cuanto con la visión que el hombre tiene del propio pecado. Por una parte están los acusadores, los hombres que dicen: “Esta mujer es adúltera y por lo tanto debe ser condenada a muerte por lapidación”. Por otra parte está la mujer que, evidentemente, también está en pecado.
Qué fuerte es el hecho de que Jesús se atreva a cuestionar la legitimidad que tienen todos esos hombres de castigar a esa mujer, cuando ellos mismos están en pecado. Sin embargo, todos ellos iban a convertirse en jueces y en ejecutores de una ley, pensando que actuaban con plena justicia, como si el pecado no estuviese en ellos. Y Jesús desenmascara, con la habilidad y sencillez que a Él le caracteriza, la capacidad que tenemos los hombres en nuestro interior de torcer las cosas para creernos justos cuando no lo somos, cuando ni siquiera hemos rozado la capacidad de conversión que tenemos. De creernos limpios cuando, a lo mejor, ni siquiera hemos tocado un poco el misterio de nuestra auténtica conversión interior.
Este relato del Evangelio del domindo nos habla de un Jesús que nos llama, que nos invita a atrevernos a sumergirnos en la realidad de nuestra conversión: “El que esté sin pecado que tire la primera piedra”. No dice que la mujer ha hecho bien, simplemente les pregunta si se han dado cuenta de cuál es la justicia, la santidad que hay en cada una de sus almas: primero dense cuenta de esto y luego pónganse a pensar si pueden tirarle piedras a alguien que está en pecado. “Antes de ver la paja del ojo ajeno, quita la viga que hay en el tuyo”.
La conversión supone la valentía de profundizar dentro de la propia alma. La conversión supone la valentía de entrar al propio corazón, como Jesús entra dentro del alma de estos hombres para que se den cuenta que todos tienen pecado, que ninguno de ellos puede llegar a tirar ni siquiera una piedra. Pero, muchas veces, lo que nos acaba pasando cuando rozamos el misterio de la conversión de nuestra alma, cuando tocamos el misterio de que tenemos que transformar comportamientos, afectos, actitudes, criterios, pensamientos, juicios, es que nos da miedo y nos echamos para atrás y preferimos no tenerlo delante de los ojos.
¿Quién se atrevería a bajar hasta lo más profundo del propio corazón si no es acompañado de Dios nuestro Señor? ¿Quién se atrevería a tocar lo tremendo de las propias infidelidades, de los propios egoísmos, de todo lo que uno es en su vida, si no es acompañado por Dios? La pregunta más importante sería: ¿Ya has sido capaz de bajar, acompañado de Dios nuestro Señor, a lo profundo de tu corazón? ¿Ya has sido capaz de tocar el fondo de tu vida para verdaderamente poder convertirte?
¡Cuántos esfuerzos de conversión hemos hecho a lo largo de nuestra vida! Cuántas veces hemos intentado transformarnos, y no lo hemos logrado, porque nunca hemos bajado hasta el fondo de nuestra alma, porque nunca nos hemos atrevido a tomar a Jesús de la mano y permitirle que nos cure. Como el médico que, para poder curar nuestra enfermedad, tiene que llegar a la raíz de la misma, no puede conformarse simplemente con aplicar una cura superficial.
Ojalá que si en esta Cuaresma no hemos todavía transformado muchas cosas y seguimos teniendo egoísmos, perezas, flojeras, miedos y tantas otras cosas, por lo menos hayamos conseguido la gracia, el don de Dios, de permitirle bajar con nosotros hasta el fondo de nuestro corazón, para que desde ahí, Él empiece a sanarnos, Él empiece a transformarnos, Él empiece a cambiarnos. “Aunque atraviese por cañadas oscuras nada temo, Señor, porque Tú estás conmigo”.
¡Cuántas veces lo más oscuro de nuestras vidas es nuestro corazón! No oscuro porque esté muy manchado, sino oscuro porque ha sido poco iluminado; porque preferimos dejar las cosas como están para no tener que cambiar algunas actitudes. Hemos de entrar y tocar con sinceridad el fondo de nuestro corazón para que Cristo nos quite los miedos que nos impiden llegar hasta el fondo, para así poder transformar verdadera y cristianamente toda nuestra vida.
Que ésta sea la gracia principal que hayamos adquirido en esta Cuaresma en la que el Señor, una vez más, nos ha llamado a la conversión y, sobre todo, nos ha llamado a tenerle en lo profundo de nosotros mismos.
Cristo nos ama incluso cuando nos atrevemos a negarlo
El día de hoy vamos a ponernos el cristal de la caridad, y bajo esta óptica contemplaremos la Última Cena.
¿Qué es la caridad? Si alguien quisiese definir la caridad, podría escribir libros enteros. Si alguien quisiese definir la caridad, podría llenar bibliotecas, o simplemente tomar una fuente con agua y lavar los pies a sus discípulos durante la cena: “[...] cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego hecha agua en un lebrillo y se pone a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido”.
La caridad es ser capaz de servir hasta que ya no haya nada más que uno pueda hacer; la caridad es servir hasta la último. “No hay amor más grande que aquél del que da la vida por quien ama”. Cristo, constantemente, va a unir su caridad con su muerte. Tanto es así, que la cruz va a ser la mayor expresión de caridad de Cristo.
Nos impresiona cuando vemos a Cristo rebajarse como un esclavo a lavar los pies, quizá no nos impresiona tanto el hecho de que Cristo no solamente lava como esclavo los pies a sus discípulos, sino que muere esclavo en la cruz por sus discípulos. La caridad, la verificación, el amor, la muerte de Cristo están inseparablemente unidos. La caridad de Cristo es una caridad que se ofrece en la separación de aquellos que ama. “Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis y a donde yo voy vosotros no podéis venir”.
El amor de Cristo es un amor totalmente desinteresado, no es un amor que se busque a sí mismo. El amor de Cristo no busca la propia felicidad sino la felicidad de aquellos que ama. Cristo incluso va a aceptar la separación de aquellos que ama por amor; pero, al mismo tiempo, como todo auténtico amor, el amor de Cristo va a buscar en todo momento compartir, y por eso Jesucristo les dice a sus discípulos: “Como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros”.
Cristo busca encarnar su amor en los que ama. Cristo busca que aquellos que Él ama también amen como Él: “En esto conocerán que sois mis discípulos: en que os tengáis amor unos a otros como yo os he amado”. La caridad que no se transmite, la caridad que no se manifiesta, la caridad que no se encarna en aquellos que amamos no puede ser una caridad auténtica.
No hay que olvidar que el Maestro se nos presenta como modelo de caridad, como dirá San Juan, “en la glorificación”, es decir, en la muerte, en el don absoluto de sí mismo por amor a los suyos. Éste es el don más grande que un hombre puede dar: el don de sí mismo. ¿Qué otra cosa podemos dar más que nosotros? Aun cuando hubiéramos terminado de dar mucho, todavía quedaríamos nosotros por darnos. ¿Qué más puede ofrecer un soldado a su señor, cuando ya lo ha dado todo? ¿Qué más puede ofrecer Cristo, cuando ya lo ha dado todo? ¿Qué más puedo ofrecer yo, como discípulo, cuando ya lo haya dado todo?
La caridad de Cristo tiene, además, una muy especial característica. En el Evangelio de San Mateo se dice: “aquél que me negare delante de los hombres yo le negaré delante de mi Padre celestial”. Justamente en este contexto de caridad se introduce el misterio de la negación de Pedro. Sin embargo, Pedro no contaba con la última de las delicadezas de la caridad de Cristo. Dice el Evangelio: “Señor, ¿a dónde vas? Jesús le respondió: Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde. Pedro le dice: ¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti. Le responde Jesús: ¿Que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces.”
La caridad ama aun cuando el amado nos niega. Así ama Cristo. Cristo no solamente ama cuando nosotros somos grandes apóstoles que entendemos perfectamente los planes del Señor sobre nosotros ¡qué fácil sería amar así! Cristo ama incluso cuando nosotros nos atrevemos a negarlo. Y nos ama con un amor redentor, nos ama con un amor transformador, nos ama con un amor purificador, nos ama con un amor que es capaz de sacarnos del pozo donde nosotros podríamos vernos encerrados.
El amor de Cristo no es un amor que arrasa; es un amor que reconstruye, cuando el alma se deja reconstruir. Es un amor que hace que aquél que lo ha negado pueda amarlo a Él, como Cristo lo ama. ¿Cómo nos ha amado Cristo? Hasta dar su vida por nosotros. ¿Cómo tenemos que amar nosotros a Cristo? Hasta dar nuestra vida por Él.
San Juan va a unir la caridad con la obediencia y con el sacrificio en la obscuridad: “Si alguno ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”.
Cristo une caridad, obediencia y presencia de Dios. La esencia de toda santidad y de toda virtud cristiana está en la caridad. No hay presencia de Dios donde no hay caridad, no hay presencia de Dios donde no hay obediencia; y donde no hay obediencia, no hay caridad ni presencia de Dios; y donde no hay caridad no hay obediencia ni presencia de Dios.
Tendríamos que darnos cuenta que esta especie de trinidad es el corazón del cristiano. Presencia de Dios es obediencia y es caridad. Quien diga que tiene a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso. Y quien quiera obedecer, primero tiene que amar. Y quien regatea con el egoísmo, no obedece ni tiene a Dios en su corazón. La caridad se hace obediencia y se hace presencia. Si no es así, la obediencia es vacía y la presencia ausencia. Solamente cuando hay esta presencia, esta caridad y esta obediencia, el hombre posee luminosidad para poder guiar su vida en la autenticidad.
“El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todo y os recordará todo cuanto os he dicho”. La presencia amorosa de Dios en nosotros es la garantía de la luminosidad interior. No puedes guiar tu vida si estás cegado por el egoísmo. No puedes guiar tu vida si en tu interior no existe luminosidad y la disposición de vivir en la obediencia. No puedes guiar tu vida si en tu interior no existe la verdadera presencia de Dios. La caridad, como obediencia que se hace presencia, es la clave que Jesús mismo nos deja.
Después de hablar del amor, Cristo empieza hablando del Príncipe de este mundo. No hay que olvidar que la auténtica caridad se hace testimonio precisamente ante las persecuciones del Príncipe de este mundo. Y así como la luz expulsa la noche, y la obscuridad se ve alejada por la aurora, la caridad expulsa de nuestra vida al Príncipe de este mundo.
¿Quién no le tiene miedo al contagio del mundo del demonio y de la carne en su propia vida? ¿Alguien puede sentirse inmune a esto? ¿Alguien puede decir que tiene las manos limpias? Y, sin embargo, ¿cómo podemos resistir al Príncipe de este mundo? Sólo quien vive en la caridad tendrá la capacidad suficiente para desencadenarse una y otra vez del Príncipe de este mundo. Sólo el que tenga caridad como ley auténtica de su vida podrá estar liberándose de las ataduras que el Príncipe de este mundo le ponga a su corazón. Solamente quien no es capaz de vivir la caridad acabará por vivir con el demonio dentro del corazón.
La caridad es el testimonio del cristiano. Ante las asechanzas del demonio, que muchas veces podrá buscar encimarse, apoderarse de la vida del hombre, más aún, que muchas veces hará fracasar las obras buenas del hombre, sólo la caridad continuará siendo la coraza con la cual el hombre vence, con la cual el hombre es capaz -a pesar de los errores, a pesar de los fallos propios o de los demás-, de volver a amar y de entregarse.
No hay que tenerle miedo al demonio si en nosotros hay caridad, si en nosotros hay amor verdadero. No hay que tenerle miedo al demonio de las tentaciones y de las dificultades, en el seguimiento de Cristo, si en nosotros verdaderamente existe un corazón lleno de amor a Dios.
Aun cuando el corazón pueda estar en la soledad, en el abandono, en la dificultad y en la prueba, tenemos que saber que la caridad de Cristo se convierte en paz en nuestra alma, consuelo de nuestra soledad. “Os dejo la paz; mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: ´Me voy y volveré a vosotros.´ Si me amarais, os alegrarías[...]”.
Éste es el rostro de la caridad que Cristo nos presenta. Una caridad que se ofrece, una caridad que se comparte, una caridad que se hace testimonio, una caridad que ama incluso en la negación del amor. Y al mismo tiempo, es una caridad que se convierte en presencia por la obediencia, es una caridad que no se contamina a pesar de las asechanzas del demonio o de la soledad en la que nosotros podamos vivir.
Este amor -lo vemos en Cristo-, no es simplemente un bonito sentimiento interior. Este amor tiene obras que efectivamente manifiestan el amor, obras que realmente realizan el amor, obras que demuestran que estamos auténticamente entregados a Cristo. Porque si no prestamos más que a aquellos de quienes esperamos recibir, ¿qué mérito tendremos que no tengan también los pecadores? Si no saludamos más que a los que nos saludan, ¿en qué nos diferenciamos de los gentiles? Y si no amamos más que a los que nos aman, ¿qué hacemos que no hagan también los publicanos?
También a nosotros se nos exige una caridad que se hace celo apostólico, como el mejor servicio hecho a los hombres. ¿Qué más les puedes dar a los hombres sino la presencia de Dios en sus corazones? No existe la caridad sin celo apostólico, no existe la caridad sin esfuerzo por conquistar a los hombres para Cristo. Y la podremos disfrazar de lo que queramos, pero sin celo apostólico que influya verdaderamente en las sociedades en las que vivimos, en los ambientes en los que nos movemos, no hay caridad. Sin un corazón que arda por sus hermanos los hombres, no hay caridad, porque Cristo, por amor a nosotros, busca introducir la presencia de Dios en nosotros. “En el que me ama moraremos”.
¿Realmente mi amor a los hombres es un amor que busca hacer que la presencia de Dios esté dentro de mis hermanos? ¿O es un amor platónico, o es un amor romántico? ¿O es un amor que arde, y porque arde quema, y porque quema transforma, y transforma en celo apostólico?
Cuando revisemos la caridad, veamos el amor de Cristo por nosotros, veamos nuestro amor por Cristo, veamos nuestro corazón, y veamos si verdaderamente hay caridad que es obediencia y es presencia. Pero nunca olvidemos la tercera dimensión de la caridad: el celo apostólico.
Recordemos que se nos va a exigir. “Tuve hambre y no me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber; estuve desnudo y no me vestiste, en la cárcel, enfermo y no me fuiste a ver”. Si a ésos, Cristo los manda lejos de sí, lejos del amor, lejos de la vida eterna, ¿qué será de aquellos que le negaron a sus hermanos los hombres, por falta de caridad, la presencia de Dios en su corazón? ¿Qué será de aquellos que, llevados por la pereza o por la soledad, o por el Príncipe de este mundo, o por el orgullo, se permitieron el lujo de no llenar el corazón de sus hermanos los hombres con la presencia del Señor?

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