En este texto le ha parecido bien al Espíritu Santo comunicarnos en pocas palabras una de las principales verdades de la religión. Esto último es lo que lo vuelve especialmente impresionante; pues esta verdad se declara de una manera u otra a lo largo y a lo ancho de la Escritura. Se nos repite una y otra vez, que convertir a creaturas pecadoras en santos era el gran fin que Nuestro Señor tenía en mente al asumir nuestra naturaleza, y así en el último día nadie sino los santos serán aceptados por los merecimientos de Cristo. Toda la historia de la redención, todos los términos y provisiones de la Alianza dan fe que la santidad es requisito para salvarse; cosa que por otra parte atestigua nuestra mismísima conciencia natural. Pero en este texto se afirma doctrinalmente lo que en otras partes se infiere de historias, o se recomienda mediante preceptos, o se afirma como un hecho importante y necesario, o como el resultado de alguna terrible e irreversible ley en la naturaleza de las cosas y una inescrutable determinación de la Voluntad Divina.
Ahora bien, alguno podría preguntar: “¿Por qué es que la santidad constituye un requisito necesario para ser recibido en el cielo?, ¿por qué es que la Biblia nos recomienda tan estrictamente amar, temer y obedecer a Dios, ser justos, íntegros, mansos, puros de corazón, misericordiosos, con la cabeza puesta en la cosas de arriba, sacrificados, humildes y pacientes? El hombre es sabidamente débil y corrupto; por qué entonces se le manda ser tan religioso, tan poco terrenal?; por qué (en el lenguaje fuerte de la Escritura) se requiere de él que se convierta en “una nueva creatura”? Puesto que el hombre por naturaleza es lo que es—de parte de Dios ¿no sería una demostración de misericordia más grande aún salvarlo prescindiendo totalmente de la santidad, que es tan difícil, y que sin embargo (así parece) resulta tan necesaria?”.
Pues bien, no tenemos derecho a formular semejante pregunta. Por cierto que al pecador le basta y sobra con saber que hay un camino para su salvación que ha sido abierto por la gracia de Dios y no hay necesidad alguna de que se le informe por qué Dios, en Su Sabiduría, eligió que fuera por este camino y no por otro. La vida eterna es “el don de Dios”. Indudablemente puede establecer en qué términos lo otorgará; y si Él ha establecido que la santidad es el camino hacia la vida, con eso basta; no nos compete a nosotros inquirir por qué tomó tal determinación.
Y con todo, se puede formular la misma pregunta con reverencia y con miras a ampliar nuestra percepción de cuál es nuestra condición y cuáles las perspectivas con que contamos; y en tal caso intentar contestarla resultará provechoso, siempre que se encare la cuestión con tiento. Procedo entonces a decir cuál es una de esas razones, sacada de la Escritura—por qué la santidad en esta vida es necesaria para acceder a la felicidad futura, tal como lo declara el texto para nosotros.
Según las palabras de nuestra Iglesia, ser santo consiste en tener “la verdadera circuncisión del Espíritu”; esto es, estar separado del pecado, odiar las obras del mundo, de la carne y del demonio; gozarse en guardar los mandamientos de Dios; hacer las cosas como Él las hubiese hecho; vivir habitualmente como en presencia del mundo por venir, como si hubiésemos roto con los lazos de esta vida, como si ya estuviésemos muertos. ¿Por qué no podemos salvarnos si nuestras almas no se ven forjadas y templadas por todo esto?
Respondo como sigue: que, aun en la suposición de que se sufriera que un hombre de vida non sancta ingresara al cielo, allí no sería feliz; de tal modo que, para él, permitirle entrar no constituiría ninguna merced.
Tendemos a engañarnos y a considerar al cielo como un lugar parecido a este mundo; quiero decir, un lugar en el que cada uno puede elegir y disfrutar de sus placeres. Vemos que en este mundo, los hombres pragmáticos disfrutan de sus propias diversiones y que los hombres domésticos de las suyas; hombres del mundo de la literatura, de ciencia, de talento político, tienen sus propias inclinaciones y gozos. De aquí somos inducidos a actuar como si en el otro mundo la cosa será igual. La única diferencia que ponemos entre este mundo y el próximo es que aquí (como bien sabemos), los hombres no siempre están seguros, pero allí, suponemos que siempre estarán seguros de obtener lo que desean. Y de acuerdo con esto, concluimos que cualquier hombre, no importa cuáles sus hábitos, gustos o modo de vida, una vez que se lo admita al cielo, allí será feliz. No es que neguemos enteramente que resulta necesaria alguna preparación para el otro mundo; pero no estimamos hasta qué punto y cuál es su importancia. Creemos que podremos reconciliarnos con Dios cuando querramos; como si nada fuese requerido de los hombres en general; basta con que prestemos cierta atención—más que la que le prestamos de ordinario—y durante algún tiempo a nuestros deberes religiosos: cumplir más estrictamente durante nuestra última enfermedad con los oficios de la Iglesia, como los hombres de negocios que arreglan sus cartas y papeles antes de viajar, o tal vez, poniendo en orden las cuentas. Pero semejante opinión, aunque sumamente divulgada, se ve refutada en cuanto se la formula. Pues se desprende a las claras de la Escritura que el cielo no es un lugar donde puedan perseguirse muchos diferentes y discordantes fines, como sí se puede hacer en este mundo. Aquí, cada hombre puede disfrutar de su propio placer, mas allí el hombre debe complacer a su Dios, haciendo lo que a Dios le place. Sería presunción intentar establecer en qué se emplean en la vida eterna los buenos hombres que están en la presencia de Dios, o negar que aquel estado que ni ojo vio, ni oído oyó, ni cabe en cabeza de hombre, puede en efecto comprender una infinita variedad de fines y ocupaciones. Con todo, hasta donde se nos habla específicamente de este asunto, sabemos que pasaremos aquella vida futura—en un sentido que no se aplica a la vida presente—en la presencia de Dios; de tal modo que su mejor descripción es que constituirá una interminable alabanza del Padre Eterno, del Hijo y del Espíritu Santo. “Están delante del trono de Dios, y le adoran día y noche en su templo y el que está sentado en el trono fijará su morada con ellos… El Cordero, que está en medio, frente al trono, será su pastor y los guiará a las fuentes de las aguas de la vida” (Apoc. VII: 15, 17). Y luego, “La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que la alumbre, pues la gloria de Dios le dio su luz, y su lumbrera es el Cordero… Las naciones andarán a la luz de ella, y los reyes de la tierra llevan a ella sus glorias” (Apoc. XXI: 23, 24). Estos pasajes de San Juan alcanzan para recordarnos muchos más.
Por tanto el cielo no es como este mundo; diré que se parece mucho más a… a una iglesia. Pues en un lugar de alabanza pública no se oye ningún lenguaje de este mundo; no se ventilan proyectos de orden temporal, ni grandes ni chicos; no hay allí información alguna para reforzar nuestros intereses mundanos, extender nuestra influencia o establecer nuestra reputación. Estas cosas en verdad que pueden ser lícitas a su modo, de modo que ponemos el corazón en ellas; y con todo (repito) por cierto que nada de eso se oye en el templo. Aquí sólo oímos hablar de Dios, y sólo de Él. Lo alabamos, lo adoramos, le cantamos, le agradecemos, lo confesamos, nos entregamos a Él, y le pedimos su bendición. Por lo tanto, una iglesia es como el cielo; esto es, porque tanto en una como en la otra existe un solo tema soberano—la religión que se nos pone delante.
Suponiendo, pues, que en lugar de decírsenos que ningún hombre irreligioso podría servir y prestar atención a Dios en el cielo (o verlo, como lo expresa el texto), se nos dijese simplemente que ningún hombre irreligioso podría adorar, o ver a Dios espiritualmente en el templo; ¿no entenderíamos inmediatamente el significado de esta doctrina? Como si dijéramos que, fuera un hombre a venir aquí, uno que ha dejado que su alma se desarrolle como le viniera en gana, tal como lo dictara su naturaleza o el azar, sin un esfuerzo deliberado y habitual por alcanzar la verdad y la pureza, bien pronto se cansaría del lugar; porque, en esta casa de Dios, no oiría hablar de otra cosa sino de aquel tema que tan poco le ha importado, y en cambio no hay absolutamente nada respecto de aquellas cosas que excitaron sus esperanzas, sus simpatías y energía. En consecuencia, si por un imposible un hombre sin religión fuera admitido al cielo, indudablemente sufriría una gran desilusión. En verdad, antes creyó que en el cielo sería feliz; pero en cuanto arribara, encontraría que no hay discurso allí que no fuera precisamente del tipo de los que evitó durante su vida terrena, ningún fin se perseguiría allí sino aquellos que a él le desagradaban y despreciaba, nada vinculado con cosa alguna del universo con lo que podría sentirse identificado y sentirse cómodo, nada en lo que podría entrar y descansar. Se percibiría a sí mismo como un ser aislado—comprobaría cómo un Poder Supremo había abierto un abismo entre él y las cosas que aún le entrelazaban el corazón. Peor todavía, se hallaría en presencia de aquel Supremo Poder al que nunca durante su vida terrenal pudo llegar a considerar por algún tiempo y al que ahora sólo contemplaba como el destructor de todo lo que para él era precioso y querido. Por cierto, no podría soportar el rostro del Dios Viviente; para él, el Dios Santo no sería motivo de júbilo alguno. “¡Dejadnos solos! ¿Qué tenemos que ver contigo?” constituye el único pensamiento y deseo de las almas sucias, aun cuando reconocen Su majestad. Sólo los santos pueden contemplar al Santo; sin santidad ningún hombre puede soportar verlo al Señor.
Entonces, cuando pensamos participar de los gozos del cielo sin santidad, somos tan irreflexivos como si presumiéramos de abrigar cierto interés en la adoración de los cristianos aquí abajo sin participar en alguna medida de esa misma adoración. Un alma desaprensiva, sensual, incrédula, un alma carente de amor y temor de Dios, con ideas estrechas y miras exclusivamente terrenales, una idea baja de sus deberes y una conciencia ensombrecida, un alma satisfecha consigo misma y para nada resignada a la voluntad de Dios, sentiría tanto disgusto en el último día, ante las palabras “Entrad al gozo de vuestro Señor”, como ahora ante las palabras “Oremos”. Peor todavía, mucho menos, porque mientras estamos en el templo, podemos volcarnos a pensar en otras cosas e incluso lograr olvidar que Dios nos está mirando; pero en el cielo eso no será posible.
Vemos pues, que la santidad, o separación interior del mundo, resulta necesario para que nos admitan en el cielo, porque el cielo no es el cielo, no es un lugar de felicidad, excepto para los santos. Hay ciertas indisposiciones corporales que afectan el gusto de tal modo que los sabores más dulces resultan desagradables al paladar; y otras indisposiciones que afectan la vista, tiñendo la bella faz de la naturaleza con alguna clase de enfermizo tinte. De igual manera, existe una enfermedad moral que desordena la vista y el gusto interiores; y ningún hombre sometido a estos desórdenes está en condiciones de disfrutar de lo que la Escritura llama “la plenitud del gozo a la vista del rostro de Dios, las eternas delicias de Su diestra” (Salmo XV:11).
Es más, me animaré a decir más que esto—es terrible, pero corresponde decirlo—que si quisiéramos imaginar un castigo para el que no es santo, para un alma reprobada, tal vez no podríamos concebir un castigo mayor que este de convocarlo al cielo. Para un hombre irreligioso, el cielo sería un infierno. Sabemos cómo en el tiempo presente nos podemos llegar a sentir de infelices cuando nos hallamos solos en medio de extraños, o rodeados de gente con hábitos y gustos distintos a los nuestros. Cuán miserables, por ejemplo, nos sentiríamos si se nos obligara a vivir en un país extranjero, entre gente con rostros como nunca antes habíamos visto y cuyo lenguaje no pudiésemos aprender. Y eso sería no más que una débil ilustración de la soledad de un hombre con inclinaciones y gustos terrenales, puesto en medio de la sociedad de los santos y de los ángeles. ¡Cuán desdichado sería vagabundeando por la corte del cielo! No encontraría a ninguno como él; en cada dirección que fijara la mirada se toparía con las marcas de la santidad de Dios, y estas lo harían estremecerse. Se sentiría en todo tiempo en Su presencia. Ya no podría tornar sus pensamientos hacia otro lado, como lo hace ahora, cuando la conciencia le reprocha alguna cosa. Sabría que el Ojo Eterno estaría por siempre sobre él; y aquel Ojo de santidad, que constituye el júbilo y la vida de las santas creaturas, le parecería a él un Ojo de ira y de castigo. Dios no puede mudar su natura. Santo ha de ser siempre. Pero mientras Él es santo, ninguna alma que no sea santa puede ser feliz en el cielo. El fuego no enciende el hierro, pero sí la paja. De otro modo dejaría de ser fuego. Y del mismo modo, el mismísimo cielo sería fuego para aquellos que se atrevieran a escapar a través del gran golfo de los tormentos del infierno. El dedo de Lázaro no haría más que aumentar su sed. El mismo “cielo que está sobre su cabeza” sería “bronce” para ellos (Dt. XXVIII:23).
Y ahora he explicado en parte por qué es que la santidad se nos prescribe como condición de nuestra parte para ser admitidos en el cielo. Parece necesario por la naturaleza misma de las cosas. No vemos cómo podría ser de otra manera. Ahora bien, mencionaré dos importantes verdades que parecen seguirse de lo que se ha dicho.
1.- Si bien es cierto que un cierto tipo de alma, un cierto estado del corazón y de los afectos son necesarios para ingresar al cielo, nuestras acciones serán las que nos valdrá la salvación, principalmente porque tienden a producir o evidenciar una determinada inclinación. Las buenas obras (como se las llama) son requeridas, no como si hubiese alguna cosa en ellas de mérito, no como si por su sola existencia pudieran apagar la ira de Dios por nuestros pecados, ni comprarnos el cielo, sino porque son medios, bajo la gracia de Dios, para fortalecer y mostrar aquel santo principio que Dios nos insufla en los corazones y sin el cual (como dice el texto que comentamos) no podremos verlo. Cuanto más numerosos nuestros actos de caridad, de renunciamientos, de paciencia, por supuesto que nuestras almas se verán moldeadas adquiriendo un temple caritativo, generoso y paciente. Cuanto más frecuentes nuestras oraciones, más humildes, pacientes y religiosos nuestros actos cotidianos, esa comunión con Dios, estas santas obras, serán los medios para convertir nuestros corazones en corazones santos y de prepararnos para comparecer ante Dios. Las obras exteriores, hechas por principio, crean hábitos internos. Lo repito, cada acto de obediencia a la voluntad de Dios, buenas obras como se las llama, nos hacen un gran servicio, en la medida en que nos separan gradualmente del mundo e imprimen un sello celestial en nuestro corazón.
Está claro, entonces, qué obras no sirven para nuestra salvación: todas aquellas que o bien no surten efecto sobre el corazón para cambiarlo, o bien que tienen un efecto malo. ¿Qué le diremos pues a los que piensan que es cosa fácil complacer a Dios, y recomendarnos a Él?; ¿a los que Le prestan unos pocos humildes servicios, los llaman caminos de fe, y se sienten satisfechos con eso? Tales hombres, es harto evidente, en lugar de verse beneficiados con tales obras, sean cuales fueran, de benevolencia, honestidad o justicia, puede que incluso (me atrevo a decir) se vean heridos por ellas. Pues esas mismas obras, aun cuando buenas en sí mismas, se realizan para prohijar en esta clase de gente un mal espíritu, un corazón corrupto; esto es, amor propio, altanería, soberbia, en lugar de inclinarlos a que se conviertan de este mundo al Padre de los espíritus. De igual manera, los actos puramente exteriores de venir a la iglesia, de decir las oraciones, que constituyen, desde luego, deberes imperativos para todos nosotros, en realidad le sirven sólo a aquellos que lo hacen con un espíritu celestial. Porque tales hombres sólo usan de aquellas buenas obras para mejorar el corazón; mientras que la más escrupulosa devoción exterior de nada le vale si no lo mejora.
2.- Pero observad lo que se sigue de esto. Si la santidad no consiste meramente en la realización de cierto número de buenas obras, sino que, bajo la gracia de Dios, es el resultado de esas obras en cuanto conforma la interioridad, ¡cuán distantes de esa santidad se halla la muchedumbre de los hombres! Ni siquiera están cumpliendo con la obligación de realizar obras exteriores que es el primer paso hacia su posesión. Todavía tienen que aprender a practicar buenas obras, como medio para cambiar sus corazones que es su fin. Se sigue inmediatamente, aun cuando las Escrituras no lo dicen directamente, que nadie es capaz de prepararse para el cielo, esto es, hacerse santo, en poco tiempo—al menos, no vemos cómo podría ser posible; y esto, visto meramente como una deducción de la razón, constituye una idea grave. Y sin embargo, helás, así como hay personas que creen que se salvarán con realizar unas pocas obras aquí y allá, también hay quiénes suponen que se salvarán de buenas a primeras con una repentina fe, y esta, fácilmente adquirida. La mayoría de los hombres que viven negligentes respecto de Dios, silencian sus conciencias, cuando se les llama la atención, con la promesa de que se arrepentirán alguna vez, en el futuro. ¡Y cuán a menudo siguen así hasta que la muerte los sorprende! Pero supondremos que efectivamente comienzan a arrepentirse antes de eso. Más todavía, incluso supondremos que el Dios Todopoderoso los perdona y los admite en Su santo cielo. ¿Y bien? ¿No hay ningún otro requisito? ¿Están preparados para prestarle servicios en el cielo? ¿Acaso no he estado insistiendo precisamente en este punto, de que no están preparados? ¿No se ha demostrado que, incluso si se los admitiera allí sin un cambio de corazón, no se hallarían a gusto? ¿Y puede cambiarse el corazón de un día para otro? ¿Cuál de nuestros gustos o inclinaciones podemos cambiar a voluntad en un instante? Ni siquiera los más superficiales. ¿Podemos por tanto cambiar de buenas a primeras la estructura y la personalidad de nuestras almas? ¿Acaso la santidad no es el resultado de muchos esfuerzos pacientes y repetidos en cumplir con la obediencia, que lentamente nos afectan, primero modificando y por fin convirtiendo nuestro corazón? Desde luego, no nos atreveremos a ponerle límites a la misericordia de Dios y a su poder en el caso de arrepentimientos en la vejez, aun cuando Él nos ha revelado la regla general de su gobierno en materia moral; y con todo, seguramente es nuestro deber tener presentes en todo tiempo las verdades generales declaradas en Su Santa Palabra y actuar en consecuencia. Su Santa Palabra nos advierte de varias maneras que, así como nadie que no es santo hallará felicidad en el cielo, así también se declara que nadie puede aprender a ser santo en poco tiempo ni cuando le venga en gana. Esto se infiere directamente del texto que comentamos: hay un requisito previo, y bien sabemos que de ordinario ese requisito no se alcanza a la brevedad. Se propone la misma verdad a las claras, aunque figuradamente, en la parábola de los vestidos nupciales, en la que la santificación interior es condición sine qua non y que se distingue claramente de nuestra aceptación de la misericordia que se nos ofrece, y que no hemos de pasar por alto en nuestra reflexión como si lo uno fuera consecuencia necesaria de lo otro; y en la de las diez vírgenes, que nos muestra que hemos de esperar al novio con el aceite de la santidad, y que procurárselo insume tiempo. Y San Pablo nos asegura en sus epístolas que un alma reprobada bien puede presumir de la gracia divina dejando pasar el tiempo asignado, para terminar sellada incluso antes del término de la existencia (Heb. VI:4-6; X:26-29. Vide quoque II Pet. II:20, 22).
Deseo hablarles, mis hermanos, no como alejados de la gracia de Dios, sino como partícipes de Su graciosa Alianza en Cristo; y por esta misma razón en especial peligro, puesto que sólo pueden incurrir en el pecado de anular Su Alianza quiénes tienen el privilegio de participar de ella. Y sin embargo, tampoco les hablo como si fueran pecadores obstinados, expuestos al inminente peligro de poner en riesgo, o de perder, o de haber perdido, vuestra esperanza en el cielo. Pero me temo que haya quiénes, si consultan fielmente con sus conciencias, se verían obligados a conceder que su primer y principal intento no ha sido el de servir a Dios; que su obediencia, por llamarla de algún modo, ha sido una cosa de rutina en la que el corazón no ha tenido parte alguna; que han actuado con rectitud en materia de asuntos mundanos con interés mundano. Me temo que hay quiénes que, cualquiera sea su sentido religioso, todavía recelan de sí mismos, que se determinan a obedecer a Dios con más empeño en el futuro, que sienten remordimiento por haber pecado, mas no lo suficiente como para caer en la cuenta de su odiosidad o de su peligro. Los tales están trivializando el tiempo de misericordia que se les ha asignado. Obtener el don de la santidad es la obra de una vida. Jamás, ningún hombre será perfecto aquí, tan pecadora es nuestra naturaleza. Así, postergando el día del arrepentimiento, estos están reservándola para unos años (que numeran al azar, no saben cuántos), cuando la fortaleza y el vigor han desaparecido—y se trata de un trabajo que no alcanzarían a terminar durante una vida entera. Aquella obra es grande y ardua, más allá de lo que puedo expresar. Queda mucho de pecado aun en los mejores hombres, y si “si el justo apenas se salva, ¿qué será del impío y del pecador? (I Pet. IV:18). Su sentencia puede dictarse en cualquier momento; y aunque esta idea no debería hacer que un hombre desespere hoy, siempre debería hacerlo temblar ante lo que le espera.
Quizá, con todo, otros dirán: “Algo sabemos del poder de la religión, algo la apreciamos, tenemos muchos buenos pensamiento, venimos a la iglesia a rezar, es prueba de que estamos preparados para el cielo—estamos a salvo y lo que se ha dicho no se nos aplica”. Pero les ruego, mis hermanos, que no se incluyan entre estos. Una de las principales pruebas de que somos verdaderos siervos de Dios estriba en el deseo de querer servir siempre más y mejor; y no les quepan dudas de que un hombre satisfecho con su destreza en adquirir la santidad cristiana, en el mejor de los casos se halla en una lúgubre condición, o mejor dicho, en gran peligro. Si en verdad estamos imbuidos con la gracia de la santidad, aborreceremos el pecado como algo bajo, irracional, que mancha. En verdad, muchos hombres se contentan con perspectivas parciales de la religión, con concepciones vagas y mezcla de intenciones. No nos contentemos con nada menos que la perfección; ejercitémonos día a día para crecer en sabiduría y gracia; para que, si Dios lo quiere, a la larga podamos comparecer ante Él.
Por último: mientras trabajamos de este modo para moldear nuestros corazones conforme al modelo de santidad de Nuestro Padre Celestial, constituye un consuelo saber, lo que ya he dicho implícitamente, que no se nos deja solos, sino que el Espíritu Santo nos acompaña graciosamente permitiéndonos triunfar sobre nuestras almas y convertirlas. Constituye un consuelo y un aliento, por más que el asunto inspira temor y temblor, saber que Dios obra en y a través nuestro (Phil. II:12-13). Somos los instrumentos, mas sólo los instrumentos, de nuestra propia salvación. Que nadie diga que lo he descorazonado y que le he propuesto una tarea más allá de sus fuerzas. Todos nosotros contamos con los dones de la gracia que nos han sido prometidos desde los días de nuestra juventud. Lo sabemos bien; sólo que no hacemos uso de esos privilegios. Nos hacemos malas ideas sobre lo difícil de la cosa y en consecuencia nunca caemos en la cuenta de la grandeza de los dones que se nos han dado para enfrentar esas dificultades. Y luego, si por acaso llegamos a adquirir una percepción más profunda de lo que hemos de hacer, pensamos que Dios es un maestro severo que pide mucho de una raza pecadora. En verdad, estrecho es el camino de la vida, pero infinito es el amor y poder que reside en la Iglesia—en Cristo que nos guía por él.


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