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TEMAS
1)La conversión del corazón
2)¿En qué he fallado?







La conversión del corazón

Reflexionar es una conversión que no debe ser solamente una conversión exterior, sino que debe ir sobre todo hacia la conversión del corazón. La conversión del corazón que viene a ser el núcleo de toda la Cuaresma, es vista por la Escritura, como un momento de elección por parte del hombre que debe dirigir a Alguien. La pregunta es: ¿A quién dirigimos el corazón? ¿Hacia quién me estoy dirigiendo yo? En este período en el cual la Iglesia nos invita a reflexionar más profundamente tenemos que preguntarnos: ¿Hacia dónde voy yo?

En la primera lectura Dios pone delante del pueblo de Israel el bien y el mal, diciéndole que puede elegir, decir a quién quiere servir, qué quiere hacer de su vida. Tú también vas a decidir si quieres vivir tu vida amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, adhiriéndote a Él, o vas a tener un corazón que se resiste. Es en lo profundo de nuestra intimidad donde acabamos descubriendo hacia quién estamos orientando nuestra vida.

La Escritura nos habla por un lado de un corazón que se resiste a Dios y por otro lado de un corazón que se adhiere a Dios. Mi corazón se resiste a Dios cuando no quiero ver su gracia, cuando no quiero ver su obra en mi vida, cuando no quiero ver su camino sobre mi existencia. Mi corazón se adhiere a Dios, cuando en medio de mil inquietudes, vicisitudes, en medio de mil circunstancias yo voy siendo capaz de descubrir, de encontrar, de amar, de ponerme de delante de Él y decirle: “aquí estoy, cuenta conmigo”.

Jesús en el Evangelio nos presenta esta elección, entre resistencia del corazón y la adhesión del corazón como una adhesión por Él o contra Él: “El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue su cruz cada día y se venga conmigo.” Una conversión que no es solamente el cambiar el comportamiento; una conversión que no es simplemente el tener una doctrina diferente; una conversión que no es buscarse a sí mismo, sino seguir a Jesucristo. Esta es la auténtica conversión del corazón.

Jesús pone como polo opuesto, como manifestación de la resistencia del corazón el querer ganar todo el mundo. ¿Qué prefieres tú? ¿Cuál es la opción de tu vida, cuál es el camino por el cual tu vida se orienta, ganar todo el mundo si no te ganas a ti mismo?, pero si has perdido a base de la resistencia de tu corazón lo más importante que eres tú mismo, ¿cómo te puedes encontrar?. Solamente te vas a encontrar adhiriéndote a Dios.

Deberíamos entrar en nuestra alma y ver que estamos ganando o qué estamos perdiendo, a qué nos estamos resistiendo y a quién nos estamos adhiriendo. Este es el doble juego que tenemos que hacer y no lo podemos evitar. Nuestra alma, de una forma u otra, se va a orientar hacia adherirse a Dios, automáticamente está construyendo en su interior la resistencia a Dios. El alma que no busca ganarse a sí misma dándose a Dios, está automáticamente perdiéndose a sí misma.

Son dos caminos. A nosotros nos toca elegir: “Dichoso el hombre que confía en el Señor, éste será dichoso; en cambio los malvados serán como paja barrida por el viento. El Señor protege el camino del justo y al malo sus caminos acaban por perderlo”: ¿Qué camino llevo en este inicio de Cuaresma? ¿Es un camino de seguimiento? Me dice Nuestro Señor: ¿Eres de los que quieren estar conmigo, de los que quieren adherirse a Mí? ¿O eres de los que se resisten?
P. Cipriano Sánchez







¿En qué he fallado?

La pregunta surge en lo más íntimo del alma ante un fracaso familiar, personal, en el trabajo o en otros ámbitos: ¿en qué he fallado?

La pregunta está en el corazón de padres de familia que buscaron dar una buena educación a los hijos, que transmitieron principios sanos, que les llevaron a la iglesia para rezar y recibir los sacramentos. De modo inesperado, un hijo o una hija rompe con los valores recibidos y se marcha, quizá no de casa, pero sí lejos de mucho de lo que sus padres quisieron transmitirle. ¿En qué fallaron?

La pregunta está en la mente de sacerdotes y catequistas que trabajaron en serio para comunicar la fe a niños, jóvenes y adultos, para enseñarles a orar, para animarles a la confesión y a la misa. Luego, tras la primera comunión, o tras la confirmación, o después de la boda, muchos desaparecen. ¿Dónde estuvo el fallo?

La pregunta está en educadores que, día tras día, buscan transmitir la ciencia y los valores en las aulas de la escuela o de la universidad. Un día llega la noticia de la muerte de un alumno por sobredosis de droga. ¿Quién falló?

La pregunta llega a ser algo sumamente personal cuando, después de tantos estudios, trabajos, sacrificios, oraciones, uno mira su propio corazón y se siente vacío, cansado, sin fuerzas, sin ilusiones, sin triunfos, sin buenos hábitos, sin esperanza. ¿En qué he fallado?

A veces lo que ha ocurrido es por culpa directa de quien se hace la pregunta. No supo poner medios eficaces, no captó la importancia de ciertas situaciones, no percibió que era la hora de cambiar de método, no buscó momentos de diálogo con el hijo o con el alumno para ofrecerle una ayuda más concreta.

Pero otras veces la culpa no es ni de los padres ni de los educadores. El hijo puede tener padres santos, pero tiene un corazón libre y en grado de dar un portazo a su pasado por un capricho del momento. El alumno puede haber recibido una educación óptima con profesores excelentes, pero su curiosidad es capaz de llevarle a la ruina en pocos días.

Además, nadie tiene garantizado, en esta vida, triunfos concretos en lo que depende de otros. No todos los jefes de trabajo serán justos, por más que uno tenga “méritos” para no ser despedido. Ni todas las dietas y consejos médicos son suficientes para impedir un cáncer de origen genético. Ni las oraciones se convierten en una garantía automática para recibir lo que uno pide: muchas veces Dios permite una prueba para luego darnos algo mucho mejor.

¿En qué he fallado? Vale la pena lanzar la pregunta con serenidad, delante de Dios y de la propia conciencia. Será entonces posible reconocer errores reales y actitudes que han provocado mucho daño. O también será justo reconocer, en los límites ineliminables de la vida humana, que uno hizo lo que pudo y con la mejor voluntad del mundo, pero que Dios ha permitido un dolor debido a las decisiones de otros o a circunstancias que no podemos controlar.

En ese segundo caso vale la pena recordar que no tenemos aquí morada permanente (cf. Hb 13,14), que somos peregrinos hacia la patria definitiva.

Dios, no lo olvidemos, no dejará de estar a nuestro lado para mantener viva una llama de esperanza. Nos dará las fuerzas necesarias para poner, de nuevo, la mano en el arado. Nos animará a seguir, quizá entre lágrimas, en el trabajo sencillo por vivir el Evangelio y hacer el bien a quienes viven a nuestro lado.
P. Fernando Pascual LC |

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