TEMAS
1) La victoria del mal
2) ¿Qué se debe?
La victoria del mal
No triunfa el mal cuando mata a los buenos, cuando encarcela a los inocentes, cuando roba a unos ancianos, cuando esclaviza a los más débiles. No triunfa el mal cuando lleva a la cárcel a quien no tiene culpa, cuando denigra a un político honesto, cuando hace que fracase un empresario que buscaba el bien de sus obreros. No triunfa el mal cuando un fanático impone sus ideas a millones de personas, cuando las encadena bajo una dictadura despiadada en la que los enemigos son asesinados o encarcelados de modo sistemático.
La verdadera victoria del mal consiste en que los buenos acepten, también ellos, hacer el mal con tal de vencer a los malos, para imponer la justicia, para dominar al enemigo criminal.
Tolkien se dio cuenta de este peligro mientras escribía El Señor de los anillos. Vivía entre las bombas y las angustias de la Segunda Guerra Mundial, y observaba con pena cómo el deseo de los buenos de vencer al reino del mal, al Tercer Reich, carcomía poco a poco algunos corazones, y los llevaba a cometer injusticias sumamente graves.
Tolkien explicita esta idea en algunas de sus cartas. Escogemos una dirigida a su hijo Christopher, el cual estaba destinado como soldado en África del Sur en los días de la terrible guerra:
“Estamos intentando conquistar a Sauron a través del uso del anillo. Y lo lograremos (parece). Pero el precio será, como tú bien sabes, el de alimentar nuevos Saurones y transformar lentamente a los hombres y a los elfos en orcos” (carta a Christopher Tolkien, 4 de mayo de 1944).
Hitler (representado por Sauron) fue vencido. La victoria, sin embargo, no se logró sin abusos, sin crímenes, sin atrocidades sobre civiles. La búsqueda del triunfo a cualquier precio llevó a bombardeos sobre ciudades indefensas y a otras injusticias que merecen una profunda atención por parte de la historia.
Vencer al mal a través del mal puede dar una extraña sensación de eficacia. En el fondo, sin embargo, es el mayor fracaso, es el inicio de nuevos males, es la decadencia de quien, teniendo la razón, habiendo sido bueno, ha entrado en la lógica del “poder”. Un poder que esclaviza (lo explica Tolkien en otra carta, tal vez escrita en 1951) a quien lo usa.
El abuso del poder se repite en tantos otros momentos de la historia humana. Algunos científicos nos prometen curaciones y terapias maravillosas (deseadas por todos) a través de la injusta destrucción de embriones. Organizaciones no gubernativas hablan de reducir la mortalidad materna (¿hay alguien que se oponga a un objetivo tan urgente y tan bueno?) a través de la legalización del “aborto seguro”, a través del crimen del hijo no nacido. Hay quienes luchan por terminar con la pobreza en el mundo a base de impedir que los pobres tengan hijos, incluso a través de esterilizaciones forzadas o de presiones para el uso de medios anticonceptivos, algunos claramente dañinos para la mujer.
La lista podría aumentarse. En nombre del bien, siempre en nombre del bien, muchos deciden “usar el anillo”. También en cosas pequeñas, en nuestra vida cotidiana. Copiar en un examen para que los padres estén contentos por mi nota. Engañar a un amigo para mejorar mi situación laboral y traer más dinero a la familia. Buscar trucos para evitar el pago de impuestos justos con el fin (bueno, siempre bueno) de dar mayor competividad a la empresa. Denunciar a un político malo (malo de verdad) a través de calumnias inventadas que, quizá, muestran más mi miseria moral que la del político a quien intento llevar a los tribunales.
El anillo tienta, hoy como ayer. De mil modos. Con la tentación más sutil y más engañosa: hacer el mal para obtener cosas buenas, cosas muy buenas.
Mientras, la conciencia llora, el corazón se hace pequeño, y nos hacemos un poco orcos, como decía Tolkien. La victoria alcanzada “para hacer el bien”, se ha convertido en la peor victoria: en una victoria del mal que nos ha atrapado y nos ha hecho entrar en la lógica del abuso, de la injusticia, de la violación de los principios que hacen a un hombre realmente bueno.
Quizá habrá que cerrar los ojos y no mirar más al anillo. Quizá habrá que reconocer que no vence quien calumnia a un inocente para evitar la cárcel, sino que vence el hombre honesto que prefiere ser encarcelado para no denunciar en falso a un compañero.
Quizá tenía razón un judío de Tarso, llamado Pablo, que se encontró con Jesús, que aprendió la ley del Evangelio, que nos escribió (bajo la luz del Espíritu Santo): “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” (Rm 12,21).
La verdadera victoria del mal consiste en que los buenos acepten, también ellos, hacer el mal con tal de vencer a los malos, para imponer la justicia, para dominar al enemigo criminal.
Tolkien se dio cuenta de este peligro mientras escribía El Señor de los anillos. Vivía entre las bombas y las angustias de la Segunda Guerra Mundial, y observaba con pena cómo el deseo de los buenos de vencer al reino del mal, al Tercer Reich, carcomía poco a poco algunos corazones, y los llevaba a cometer injusticias sumamente graves.
Tolkien explicita esta idea en algunas de sus cartas. Escogemos una dirigida a su hijo Christopher, el cual estaba destinado como soldado en África del Sur en los días de la terrible guerra:
“Estamos intentando conquistar a Sauron a través del uso del anillo. Y lo lograremos (parece). Pero el precio será, como tú bien sabes, el de alimentar nuevos Saurones y transformar lentamente a los hombres y a los elfos en orcos” (carta a Christopher Tolkien, 4 de mayo de 1944).
Hitler (representado por Sauron) fue vencido. La victoria, sin embargo, no se logró sin abusos, sin crímenes, sin atrocidades sobre civiles. La búsqueda del triunfo a cualquier precio llevó a bombardeos sobre ciudades indefensas y a otras injusticias que merecen una profunda atención por parte de la historia.
Vencer al mal a través del mal puede dar una extraña sensación de eficacia. En el fondo, sin embargo, es el mayor fracaso, es el inicio de nuevos males, es la decadencia de quien, teniendo la razón, habiendo sido bueno, ha entrado en la lógica del “poder”. Un poder que esclaviza (lo explica Tolkien en otra carta, tal vez escrita en 1951) a quien lo usa.
El abuso del poder se repite en tantos otros momentos de la historia humana. Algunos científicos nos prometen curaciones y terapias maravillosas (deseadas por todos) a través de la injusta destrucción de embriones. Organizaciones no gubernativas hablan de reducir la mortalidad materna (¿hay alguien que se oponga a un objetivo tan urgente y tan bueno?) a través de la legalización del “aborto seguro”, a través del crimen del hijo no nacido. Hay quienes luchan por terminar con la pobreza en el mundo a base de impedir que los pobres tengan hijos, incluso a través de esterilizaciones forzadas o de presiones para el uso de medios anticonceptivos, algunos claramente dañinos para la mujer.
La lista podría aumentarse. En nombre del bien, siempre en nombre del bien, muchos deciden “usar el anillo”. También en cosas pequeñas, en nuestra vida cotidiana. Copiar en un examen para que los padres estén contentos por mi nota. Engañar a un amigo para mejorar mi situación laboral y traer más dinero a la familia. Buscar trucos para evitar el pago de impuestos justos con el fin (bueno, siempre bueno) de dar mayor competividad a la empresa. Denunciar a un político malo (malo de verdad) a través de calumnias inventadas que, quizá, muestran más mi miseria moral que la del político a quien intento llevar a los tribunales.
El anillo tienta, hoy como ayer. De mil modos. Con la tentación más sutil y más engañosa: hacer el mal para obtener cosas buenas, cosas muy buenas.
Mientras, la conciencia llora, el corazón se hace pequeño, y nos hacemos un poco orcos, como decía Tolkien. La victoria alcanzada “para hacer el bien”, se ha convertido en la peor victoria: en una victoria del mal que nos ha atrapado y nos ha hecho entrar en la lógica del abuso, de la injusticia, de la violación de los principios que hacen a un hombre realmente bueno.
Quizá habrá que cerrar los ojos y no mirar más al anillo. Quizá habrá que reconocer que no vence quien calumnia a un inocente para evitar la cárcel, sino que vence el hombre honesto que prefiere ser encarcelado para no denunciar en falso a un compañero.
Quizá tenía razón un judío de Tarso, llamado Pablo, que se encontró con Jesús, que aprendió la ley del Evangelio, que nos escribió (bajo la luz del Espíritu Santo): “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” (Rm 12,21).
¿Qué se debe?
No es que las cosas se hayan puesto mucho más caras; es que nuestros bolsillos andan mucho más depauperados. Y, al escuchar el precio de las cosas, uno siente cómo el tembleque le sube desde el bolsillo hasta el cerebro. Y el cerebro se queda pasmado y como de una pieza de hielo... «¡Dios mío, cuánto cuesta vivir!», suele exclamar uno. Sobre todo si «uno» -o mejor, «una»- es ama de casa tirando del carrito de la compra, padre de familia ante el presupuesto doméstico o usuario frente a cualquier factura de teléfono, agua o chapucilla de fontanero.
Por eso no sé si nos quedaríamos infartados por la emoción o zapatearíamos de contento si, al formular el fatídico interrogante de «¿Qué se debe?», nos respondiesen con un: «No se debe nada... Gratis, por ser para usted».
«¡Arrea!», se diría uno ante tan inesperada y colosal noticia.
Bueno pues, en realidad, no haría falta preguntar. El mundo rebosa de cosas, sensaciones, placeres, premios, galardones y gratificaciones que son gratis, de balde, de bóbilis bóbilis y por nuestra cara bonita. Como lo oyen. Como lo oímos.
Lo que pasa es que pasa precisamente lo contrario: que no oímos. Nuestras materializadas orejas son incapaces de escuchar los maravillosos y seductores cantos de sirena de estos dones gratuitos que nos rodean.
Muchas veces nos comportamos, bobamente, como si lo que no tiene un precio no poseyese ningún valor, como si lo que es de balde fuese, consecuentemente, despreciable.
Pues... ¡Se acabó! Creo yo que hay que entrar a saco y a mansalva en este inmenso supermercado de dones gratuitos que es nuestra vida, la de todos, y salir cargadísimos de regalos; de todo eso que la existencia ofrece -y que es muchísimo- sin pedir un céntimo.
«Sírvanse ustedes mismos -nos dice el mundo-, que es gratis»: el sol y la lluvia, pasear, una carcajada, discutir, apretar una mano hermosa deformada por el artritismo y el trabajo, escuchar la cháchara tonta e ilusionada de los críos...
Es gratis jugar a las adivinanzas, intercambiar recuerdos, solucionar en una tertulia los problemas del tráfico de las ciudades.
Es gratis contemplar minuciosamente los árboles que bordean un camino y las matas de jara y tomillo que pueblan un monte.
Es gratis caminar tranquilamente por la playa recontando los restos, los hermosos guijarros y las inverosímiles conchas que ha dejado sobre la arena el naufragio cotidiano.
La soledad es gratuita y no totalmente horripilante. No siempre es pavoroso quedarse unos minutos, unas horas, unos días a solas y ahondar hasta las raíces de uno mismo para ver qué ha quedado atesorado en las entretelas del alma.
Los amigos son gratis, salvo esas veces que piden tabaco o dinero. La amistad es un esparcimiento, un esponjamiento del espíritu que está ahí, cada instante, para que recarguemos las baterías de la felicidad.
También el dolor es gratis y, aunque a primera lectura, suene a burrada, hay que aprovecharlo: del dolor salen el temple, la paciencia, la fortaleza, que son otros regalos de aquí te espero.
Es gratis sonreír, pedir que se haga justicia y opinar sobre la guerra y la paz. Es gratis escuchar la música de una noche tranquila, cuando los coches y los hijos se han ido a dormir. Y es gratis disfrutar de la percusión de un chaparrón sobre el asfalto bien arrebujaditos entre las mantas de nuestra cama.
Es gratis dejarse empapar por el olor a tierra mojada. Y es gratis, salvo que diga lo contrario un guardia forestal, rozar la hoja peluda y cálida de una higuera.
El inventario, obviamente, no es exhaustivo ni pretende serlo: es el que se me ha ocurrido en unos pocos minutos, harta ya de pagar, cuando el uso de la tarjeta de crédito se me ha puesto en la coronilla... Completar o cambiar esta lista de dones de balde también es gratis, para que vean... Lo único que hace falta es un poco de tiempo. Y no crean a pies juntillas eso que se dice tanto de que el tiempo es carísimo, «oro»: El tiempo es otro regalo que nos pusieron en las manos desde el principio de los tiempos.
Por eso no sé si nos quedaríamos infartados por la emoción o zapatearíamos de contento si, al formular el fatídico interrogante de «¿Qué se debe?», nos respondiesen con un: «No se debe nada... Gratis, por ser para usted».
«¡Arrea!», se diría uno ante tan inesperada y colosal noticia.
Bueno pues, en realidad, no haría falta preguntar. El mundo rebosa de cosas, sensaciones, placeres, premios, galardones y gratificaciones que son gratis, de balde, de bóbilis bóbilis y por nuestra cara bonita. Como lo oyen. Como lo oímos.
Lo que pasa es que pasa precisamente lo contrario: que no oímos. Nuestras materializadas orejas son incapaces de escuchar los maravillosos y seductores cantos de sirena de estos dones gratuitos que nos rodean.
Muchas veces nos comportamos, bobamente, como si lo que no tiene un precio no poseyese ningún valor, como si lo que es de balde fuese, consecuentemente, despreciable.
Pues... ¡Se acabó! Creo yo que hay que entrar a saco y a mansalva en este inmenso supermercado de dones gratuitos que es nuestra vida, la de todos, y salir cargadísimos de regalos; de todo eso que la existencia ofrece -y que es muchísimo- sin pedir un céntimo.
«Sírvanse ustedes mismos -nos dice el mundo-, que es gratis»: el sol y la lluvia, pasear, una carcajada, discutir, apretar una mano hermosa deformada por el artritismo y el trabajo, escuchar la cháchara tonta e ilusionada de los críos...
Es gratis jugar a las adivinanzas, intercambiar recuerdos, solucionar en una tertulia los problemas del tráfico de las ciudades.
Es gratis contemplar minuciosamente los árboles que bordean un camino y las matas de jara y tomillo que pueblan un monte.
Es gratis caminar tranquilamente por la playa recontando los restos, los hermosos guijarros y las inverosímiles conchas que ha dejado sobre la arena el naufragio cotidiano.
La soledad es gratuita y no totalmente horripilante. No siempre es pavoroso quedarse unos minutos, unas horas, unos días a solas y ahondar hasta las raíces de uno mismo para ver qué ha quedado atesorado en las entretelas del alma.
Los amigos son gratis, salvo esas veces que piden tabaco o dinero. La amistad es un esparcimiento, un esponjamiento del espíritu que está ahí, cada instante, para que recarguemos las baterías de la felicidad.
También el dolor es gratis y, aunque a primera lectura, suene a burrada, hay que aprovecharlo: del dolor salen el temple, la paciencia, la fortaleza, que son otros regalos de aquí te espero.
Es gratis sonreír, pedir que se haga justicia y opinar sobre la guerra y la paz. Es gratis escuchar la música de una noche tranquila, cuando los coches y los hijos se han ido a dormir. Y es gratis disfrutar de la percusión de un chaparrón sobre el asfalto bien arrebujaditos entre las mantas de nuestra cama.
Es gratis dejarse empapar por el olor a tierra mojada. Y es gratis, salvo que diga lo contrario un guardia forestal, rozar la hoja peluda y cálida de una higuera.
El inventario, obviamente, no es exhaustivo ni pretende serlo: es el que se me ha ocurrido en unos pocos minutos, harta ya de pagar, cuando el uso de la tarjeta de crédito se me ha puesto en la coronilla... Completar o cambiar esta lista de dones de balde también es gratis, para que vean... Lo único que hace falta es un poco de tiempo. Y no crean a pies juntillas eso que se dice tanto de que el tiempo es carísimo, «oro»: El tiempo es otro regalo que nos pusieron en las manos desde el principio de los tiempos.

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