TEMAS
1)¿En qué consiste el ser niño frente a Dios?
2)María es nuestra confianza
3)Temor o confianza
¿En qué consiste el ser niño frente a Dios?
¿Qué actitudes implica la filialidad? Me parece que son, fundamentalmente, tres actitudes frente al Padre Dios: confianza, obediencia y entrega filiales.
1. La confianza filial. Dios es un Padre todopoderoso. Esta afirmación teológica despierta en mí la actitud de confianza. Es la experiencia del niño que sabe confiar ciegamente en sus padres. Y lo hace instintivamente, sin demasiada reflexión; es su experiencia original. Por eso se siente tan seguro y cobijado y vive tranquilo y feliz su vida.
Lo que en el niño es espontáneo, nosotros los adultos hemos de reconquistarlo si queremos tener alma de niño. Lo que el niño presupone de sus padres naturales, el hombre filial lo reconoce en el Padre celestial. Por eso, el Padre José Kentenich, Fundador del Movimiento Apostólico de Schoenstatt, procura conducirnos a la confianza filial: “Mi esfuerzo personal, respecto a toda la Familia, es que lleguemos a ser héroes de la confianza”.
Él suele ilustrar esta confianza heroica con la imagen del hijo del marinero. Este, aun teniendo conciencia del peligro en alta mar, no desespera sino que permanece tranquilo, porque sabe que su padre está al timón. Es esta convicción la que hemos de reconquistar: “El Padre tiene en sus manos el timón, aunque yo no sepa el destino ni la ruta” (Hacia el Padre, 399). Cuando así le entregamos al Padre Dios la conducción de nuestra vida, entonces renace la seguridad existencial. Es la “seguridad del péndulo” que permanece firmemente agarrado desde arriba.
El Padre es la roca inconmovible, la tranquilidad del hijo, en medio de los vaivenes de la vida. “El niño todo lo vence mediante la confianza” (Dios mi Padre, 223), afirma el Padre José kentencih.
La infancia espiritual consiste, en este contexto, en una fe sencilla en la Divina Providencia que nos hace ver presente, detrás de todos los acontecimientos de la vida, una mano paternal y bondadosa. Filialidad no es evasión de responsabilidades, sino protagonismo histórico y creador. Es compartir responsabilidades con el Padre, luchar por un mundo digno de Él.
2. La obediencia filial. La verdadera filialidad es, en segundo lugar, docilidad, sumisión a la voluntad de Dios, obediencia al Padre. A partir de Jesús y siguiendo sus huellas, “el hombre filial sabe que su obra es grande sólo en la medida en que corresponde al deseo del Padre” (Dios mi Padre, 319).
Es preguntarle, en cada caso: Padre, ¿qué te agrada más? La obediencia le confiere a la infancia espiritual, vitalidad y heroísmo; la hace exigente y educadora. Porque la verdadera imagen del Padre encierra no sólo bondad, sino también fuerza. Dios Padre puede causarnos dolor, para asemejarnos más a su Hijo Unigénito. Pero es siempre el amor que lo impulsa a imponernos severas exigencias.
3. El amor filial. “Los santos afirma el Padre Kentenich se hicieron santos a partir del momento en que comenzaron a amar, y comenzaron a amar sólo cuando se creyeron, se supieron y se sintieron amados por Dios” (Dios mi Padre, 248. J. Kentenich).
Nuestro amor ha de volver a ser como el amor de los niños. Debemos dejar de lado nuestros enredos y complicaciones de adultos y aprender a amar con sencillez. Debemos sacarnos nuestras máscaras de falsa grandeza y autosuficiencia y entregarnos con humildad sincera. Debemos pasar de un amor racional y calculador a un amor espontáneo y cálido. Esta simplicidad, autenticidad y espontaneidad en la entrega, cautiva el amor del Padre y lo atrae irresistiblemente.
Por eso ha de crecer y purificarse nuestro amor. El amor primitivo gira en torno al propio yo y sus intereses. En cambio, el amor filial maduro gira en torno al Padre y su voluntad. Y eso requiere de una permanente autoeducación, de una lucha diaria constante, de renuncias y entregas heroicas. Pero sabemos que es el único camino para cambiar y hacernos como los niños, y así poder entrar al Reino del Padre eterno.
P. Nicolás Schwizer
1. La confianza filial. Dios es un Padre todopoderoso. Esta afirmación teológica despierta en mí la actitud de confianza. Es la experiencia del niño que sabe confiar ciegamente en sus padres. Y lo hace instintivamente, sin demasiada reflexión; es su experiencia original. Por eso se siente tan seguro y cobijado y vive tranquilo y feliz su vida.
Lo que en el niño es espontáneo, nosotros los adultos hemos de reconquistarlo si queremos tener alma de niño. Lo que el niño presupone de sus padres naturales, el hombre filial lo reconoce en el Padre celestial. Por eso, el Padre José Kentenich, Fundador del Movimiento Apostólico de Schoenstatt, procura conducirnos a la confianza filial: “Mi esfuerzo personal, respecto a toda la Familia, es que lleguemos a ser héroes de la confianza”.
Él suele ilustrar esta confianza heroica con la imagen del hijo del marinero. Este, aun teniendo conciencia del peligro en alta mar, no desespera sino que permanece tranquilo, porque sabe que su padre está al timón. Es esta convicción la que hemos de reconquistar: “El Padre tiene en sus manos el timón, aunque yo no sepa el destino ni la ruta” (Hacia el Padre, 399). Cuando así le entregamos al Padre Dios la conducción de nuestra vida, entonces renace la seguridad existencial. Es la “seguridad del péndulo” que permanece firmemente agarrado desde arriba.
El Padre es la roca inconmovible, la tranquilidad del hijo, en medio de los vaivenes de la vida. “El niño todo lo vence mediante la confianza” (Dios mi Padre, 223), afirma el Padre José kentencih.
La infancia espiritual consiste, en este contexto, en una fe sencilla en la Divina Providencia que nos hace ver presente, detrás de todos los acontecimientos de la vida, una mano paternal y bondadosa. Filialidad no es evasión de responsabilidades, sino protagonismo histórico y creador. Es compartir responsabilidades con el Padre, luchar por un mundo digno de Él.
2. La obediencia filial. La verdadera filialidad es, en segundo lugar, docilidad, sumisión a la voluntad de Dios, obediencia al Padre. A partir de Jesús y siguiendo sus huellas, “el hombre filial sabe que su obra es grande sólo en la medida en que corresponde al deseo del Padre” (Dios mi Padre, 319).
Es preguntarle, en cada caso: Padre, ¿qué te agrada más? La obediencia le confiere a la infancia espiritual, vitalidad y heroísmo; la hace exigente y educadora. Porque la verdadera imagen del Padre encierra no sólo bondad, sino también fuerza. Dios Padre puede causarnos dolor, para asemejarnos más a su Hijo Unigénito. Pero es siempre el amor que lo impulsa a imponernos severas exigencias.
3. El amor filial. “Los santos afirma el Padre Kentenich se hicieron santos a partir del momento en que comenzaron a amar, y comenzaron a amar sólo cuando se creyeron, se supieron y se sintieron amados por Dios” (Dios mi Padre, 248. J. Kentenich).
Nuestro amor ha de volver a ser como el amor de los niños. Debemos dejar de lado nuestros enredos y complicaciones de adultos y aprender a amar con sencillez. Debemos sacarnos nuestras máscaras de falsa grandeza y autosuficiencia y entregarnos con humildad sincera. Debemos pasar de un amor racional y calculador a un amor espontáneo y cálido. Esta simplicidad, autenticidad y espontaneidad en la entrega, cautiva el amor del Padre y lo atrae irresistiblemente.
Por eso ha de crecer y purificarse nuestro amor. El amor primitivo gira en torno al propio yo y sus intereses. En cambio, el amor filial maduro gira en torno al Padre y su voluntad. Y eso requiere de una permanente autoeducación, de una lucha diaria constante, de renuncias y entregas heroicas. Pero sabemos que es el único camino para cambiar y hacernos como los niños, y así poder entrar al Reino del Padre eterno.
P. Nicolás Schwizer
María es nuestra confianza
Recuerdo que cuando estudiaba las humanidades clásicas me llamó mucho la atención una lectura sobre uno de los motivos de la crisis de la religiosidad griega: la falta de confianza.
La constatación de la falta de confianza entre los innumerables dioses humanos y súper-humanos, manifestada en sus eternas rencillas, no propiciaba un clima que moviera a su imitación. La razón, entonces, no los podía aceptar. Si los hijos de Rea, la diosa madre -Júpiter, Neptuno, Plutón, Zeus, Poseidón y Hades-, no eran capaces de vivir esa virtud para con su madre, menos lo serían entre ellos y menos aún con los hombres.
La falta de confianza entre las divinidades helenas contrasta fuertemente con la vivencia de la misma en el catolicismo. Esto queda destacado al leer la primera cuartilla del himno de las completas que muchos sacerdotes, seminaristas y religiosos solemos rezar los jueves:
“Como el niño que no sabe dormirse
sin cogerse a la mano de su madre
así mi corazón viene a ponerse
sobre tus manos al caer la tarde”
Resaltan inmediatamente tres aspectos tras su lectura. Lo primero y guía de todo es precisamente una actitud: la virtud de la confianza, pero, ¿de dónde nace? Lo segundo es la vivencia de la confianza hacia una persona, hacia la madre, pero, ¿por qué hacia ella? Y lo tercero, es el lugar donde esa virtud hacia esa persona se hace vida, la tarde; ¿qué significa la tarde?
La teología enseña que la confianza es una virtud que se desprende de la fe. Preguntarnos por el origen de la virtud de la confianza es hacerlo por el origen de esa otra que es su causa, por la fe. Obviamente no estamos haciendo alusión a un origen histórico cuanto a una experiencia única y personal, a “mi experiencia”, que es a la vez don de Dios. Es únicamente desde la propia vivencialidad que supone el personal encuentro con Dios que nos ha salido al paso y que se renueva cada día en la oración, de donde nace esa relación de confianza.
Ahora bien, en el himno no resalta desde un primer momento la confianza en Dios sino en “la madre”. Más que evadir y distanciar de Dios, María-Madre se nos presenta como canal privilegiado, quizá el más seguro, para llegar a Dios.
Sólo a la luz de María se puede comprender el “cogerse a la mano de su madre”. De hecho, la maternidad en sí misma es ya una respuesta al por qué tener esa confianza en la Madre por antonomasia, en la Virgen Pura que es “el modelo más acabado de la nueva creatura salida del poder redentor de Cristo”, como la llamaba el padre Marcial Maciel. Es aquí donde se escucha el eco de aquella herencia pronunciada desde la cruz: “Juan, eh ahí tu madre”. Qué contraposición: mientras Rea, la diosa madre, desconfía de sus propios hijos, y ellos de ella, el Dios verdadero confía en nosotros al grado de dejarnos a u madre en herencia.
Pero aún hay más. En medio de una “crisis” del don de la maternidad, tenemos presente, muy presente, la cercanía de la propia madre, de la que nos llevó en su seno y nos crió. Cercanía que llevaba en sí la vivencia de virtudes como la confianza y de donde nacen actitudes como la seguridad que nos llevaban a saber “dormirnos cogidos de su mano”, como reza el himno.
Todavía resta un elemento, la tarde. ¿Qué significa la tarde? Es verdad que en un primer momento parece hacer alusión al instante en que el sol declina para abrir paso a la noche. ¿No es precisamente en la noche donde más se precisa esa necesidad de seguridad y de confianza, de cercanía de la madre para dormir tranquilamente? Sí, así es. Pero “la tarde” también parece aducir otros momentos donde esa virtud debe hacerse vida.
Cómo no pensar en la “tarde” de la propia vida o en la “tarde” del trabajo. Uno y otro momento invitan a una interrogante profunda: si hay tarde hubo día, ¿y los frutos de ese día? Hemos tenido el día para aprovecharlo y hacer rendir los talentos recibidos. Vida y trabajo se unen así, de hecho. Más que un cuestionamiento que acuse desesperación en el examen, incita a dirigir la mirada precisamente a la Madre que nos ayuda a examinarnos con confianza. Sí, la tarde que es examen se afronta de manera diversa cuando se está acompañado de María-Madre. Cuando ella nos acompaña, la “metanoia” (conversión) cristiana es una realidad en el minuto a minuto de cada jornada.
Alexis Carrel, premio Nobel de medicina y converso al catolicismo tras presenciar un milagro en Lourdes, tiene una oración que rezuma esa actitud de confianza en María. Ciertamente es un grito de un hombre que lucha contra sí mismo en su afán de creer totalmente, pero también nos es válida pues la fe no sólo es origen de la virtud de la confianza sino también su meta.
“Virgen santa, socorro de los desgraciados que te imploran humildemente, sálvame. Creo que Tú has querido responder a mi duda con un gran milagro. No lo comprendo, y dudo todavía. Pero mi gran deseo y el objeto supremo de todas mis aspiraciones es ahora creer, creer apasionadamente y ciegamente, sin discutir ni criticar nunca más. Tu nombre es más bello que el sol de la mañana. Acoge al inquieto pecador que, con el corazón turbado y la frente surcada por las arrugas, se agita corriendo tras las quimeras. Bajo los profundos y duros momentos de mi orgullo intelectual yace, desgraciadamente ahogado todavía, un sueño, el más seductor de todos los sueños: el creer en ti y el de amarte como aman los monjes de alma pura”.
Jorge Enrique Mújica, L.C
La constatación de la falta de confianza entre los innumerables dioses humanos y súper-humanos, manifestada en sus eternas rencillas, no propiciaba un clima que moviera a su imitación. La razón, entonces, no los podía aceptar. Si los hijos de Rea, la diosa madre -Júpiter, Neptuno, Plutón, Zeus, Poseidón y Hades-, no eran capaces de vivir esa virtud para con su madre, menos lo serían entre ellos y menos aún con los hombres.
La falta de confianza entre las divinidades helenas contrasta fuertemente con la vivencia de la misma en el catolicismo. Esto queda destacado al leer la primera cuartilla del himno de las completas que muchos sacerdotes, seminaristas y religiosos solemos rezar los jueves:
“Como el niño que no sabe dormirse
sin cogerse a la mano de su madre
así mi corazón viene a ponerse
sobre tus manos al caer la tarde”
Resaltan inmediatamente tres aspectos tras su lectura. Lo primero y guía de todo es precisamente una actitud: la virtud de la confianza, pero, ¿de dónde nace? Lo segundo es la vivencia de la confianza hacia una persona, hacia la madre, pero, ¿por qué hacia ella? Y lo tercero, es el lugar donde esa virtud hacia esa persona se hace vida, la tarde; ¿qué significa la tarde?
La teología enseña que la confianza es una virtud que se desprende de la fe. Preguntarnos por el origen de la virtud de la confianza es hacerlo por el origen de esa otra que es su causa, por la fe. Obviamente no estamos haciendo alusión a un origen histórico cuanto a una experiencia única y personal, a “mi experiencia”, que es a la vez don de Dios. Es únicamente desde la propia vivencialidad que supone el personal encuentro con Dios que nos ha salido al paso y que se renueva cada día en la oración, de donde nace esa relación de confianza.
Ahora bien, en el himno no resalta desde un primer momento la confianza en Dios sino en “la madre”. Más que evadir y distanciar de Dios, María-Madre se nos presenta como canal privilegiado, quizá el más seguro, para llegar a Dios.
Sólo a la luz de María se puede comprender el “cogerse a la mano de su madre”. De hecho, la maternidad en sí misma es ya una respuesta al por qué tener esa confianza en la Madre por antonomasia, en la Virgen Pura que es “el modelo más acabado de la nueva creatura salida del poder redentor de Cristo”, como la llamaba el padre Marcial Maciel. Es aquí donde se escucha el eco de aquella herencia pronunciada desde la cruz: “Juan, eh ahí tu madre”. Qué contraposición: mientras Rea, la diosa madre, desconfía de sus propios hijos, y ellos de ella, el Dios verdadero confía en nosotros al grado de dejarnos a u madre en herencia.
Pero aún hay más. En medio de una “crisis” del don de la maternidad, tenemos presente, muy presente, la cercanía de la propia madre, de la que nos llevó en su seno y nos crió. Cercanía que llevaba en sí la vivencia de virtudes como la confianza y de donde nacen actitudes como la seguridad que nos llevaban a saber “dormirnos cogidos de su mano”, como reza el himno.
Todavía resta un elemento, la tarde. ¿Qué significa la tarde? Es verdad que en un primer momento parece hacer alusión al instante en que el sol declina para abrir paso a la noche. ¿No es precisamente en la noche donde más se precisa esa necesidad de seguridad y de confianza, de cercanía de la madre para dormir tranquilamente? Sí, así es. Pero “la tarde” también parece aducir otros momentos donde esa virtud debe hacerse vida.
Cómo no pensar en la “tarde” de la propia vida o en la “tarde” del trabajo. Uno y otro momento invitan a una interrogante profunda: si hay tarde hubo día, ¿y los frutos de ese día? Hemos tenido el día para aprovecharlo y hacer rendir los talentos recibidos. Vida y trabajo se unen así, de hecho. Más que un cuestionamiento que acuse desesperación en el examen, incita a dirigir la mirada precisamente a la Madre que nos ayuda a examinarnos con confianza. Sí, la tarde que es examen se afronta de manera diversa cuando se está acompañado de María-Madre. Cuando ella nos acompaña, la “metanoia” (conversión) cristiana es una realidad en el minuto a minuto de cada jornada.
Alexis Carrel, premio Nobel de medicina y converso al catolicismo tras presenciar un milagro en Lourdes, tiene una oración que rezuma esa actitud de confianza en María. Ciertamente es un grito de un hombre que lucha contra sí mismo en su afán de creer totalmente, pero también nos es válida pues la fe no sólo es origen de la virtud de la confianza sino también su meta.
“Virgen santa, socorro de los desgraciados que te imploran humildemente, sálvame. Creo que Tú has querido responder a mi duda con un gran milagro. No lo comprendo, y dudo todavía. Pero mi gran deseo y el objeto supremo de todas mis aspiraciones es ahora creer, creer apasionadamente y ciegamente, sin discutir ni criticar nunca más. Tu nombre es más bello que el sol de la mañana. Acoge al inquieto pecador que, con el corazón turbado y la frente surcada por las arrugas, se agita corriendo tras las quimeras. Bajo los profundos y duros momentos de mi orgullo intelectual yace, desgraciadamente ahogado todavía, un sueño, el más seductor de todos los sueños: el creer en ti y el de amarte como aman los monjes de alma pura”.
Jorge Enrique Mújica, L.C
Temor o confianza
Mateo 10, 26-33
«No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados. «Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna. ¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos. «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos.
Reflexión
Tres veces Jesús exhorta, en este Evangelio, a sus discípulos: “no temáis”. Y no queda duda, de que dirige esta exhortación hoy también a todos nosotros: “no temáis”.
El Señor lo sabe y nosotros lo experimentamos siempre de nuevo que el temor es un sentimiento primario del hombre. A la existencia humana están apegados el desamparo y la inseguridad y, por consiguiente, la angustia y el miedo, ya sea escondido o manifiesto, ya sea consciente o no.
Las angustias del mundo de hoy.
Y hoy en día los sentimientos de temor o impotencia contra los oscuros riesgos y amenazas de la vida son más grandes que nunca y nos acompañan a cada paso. Nos angustiamos por la situación económico social de nuestra patria. Por el futuro político de nuestro pueblo. Los padres se inquietan por el porvenir de sus hijos y de su familia. Los ancianos y jubilados se preocupan de su pan de cada día. Muchos tienen miedo de los demás, no sólo de asaltantes y malhechores, sino también de vecinos o parientes, e incluso tienen miedo de Dios. Y, por último, todos tenemos temor a la muerte.
¿Por qué tanta desconfianza y miedo? ¿Cuál es el sentido de la inseguridad y de la angustia que sufrimos en el mundo actual?
Una verdad conocida, que olvidamos en el trajín de nuestra vida, nos revela que la seguridad y el cobijamiento no podemos encontrarlos en este mundo, debemos buscarlos en el otro mundo, debemos buscarlos en Dios. El temor extraordinario de hoy – en su valor positivo – nos lleva a buscar la ayuda de Dios. Esto es lo que el Padre del cielo quiere decirnos por medio de nuestra situación difícil:
Buscad tranquilidad, amparo y cobijamiento en mí, en mis manos bondadosas, en mi corazón paternal.
Porque Dios no se preocupa solamente del mundo en general, ni de un pueblo determinado, sino que también – impulsado por una profunda paternidad – vela por cada individuo. Frecuentemente recalca Jesús que el Padre se preocupa de cada uno personalmente, incluso hasta de sus pequeñeces más insignificantes.
“¿Acaso no se vende un par de gorriones por unas monedas? Y sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo, no hay comparación entre vosotros y los gorriones”.
Aquel que cuida de las aves del cielo, cuánto más se preocupará por cada ser humano, cuánto más amará, con su cariño paternal, a todos sus hijos.
Por eso, si Dios está conmigo, no puedo tener miedo. Al contrario, mi preocupación más grande debería ser: estar despreocupado en cada momento, no por negligencia, sino porque confío en Dios. Es más fuerte siempre aquel que tiene a Dios por aliado.
Todos debemos llegar a ser héroes de la confianza.
Sin esa confianza filial, hoy es imposible permanecer firme y victorioso en medio de las tormentas de este mundo. No se puede dominar la vida actual, ninguno de nosotros podrá hacerlo, si Dios no está a nuestro lado.
Pensemos en la tormenta sobre el lago. Es algo extraño: los apóstoles en la barca son maestros en el dominio del mar. Además, Jesús está con ellos. Y si embargo se angustian y se desesperan y tienen que despertar al Señor, para que los salve.
Entonces, si tenemos esa confianza profunda en Dios, venceremos el temor y la inseguridad de este mundo. Si aceptamos filialmente la voluntad del Padre, en horas agradables y en horas difíciles, dando así testimonio valiente de Cristo, entonces Él nos recibirá un día en la casa del Padre.
“Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo.”
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Padre Nicolás Schwizer
«No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados. «Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna. ¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos. «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos.
Reflexión
Tres veces Jesús exhorta, en este Evangelio, a sus discípulos: “no temáis”. Y no queda duda, de que dirige esta exhortación hoy también a todos nosotros: “no temáis”.
El Señor lo sabe y nosotros lo experimentamos siempre de nuevo que el temor es un sentimiento primario del hombre. A la existencia humana están apegados el desamparo y la inseguridad y, por consiguiente, la angustia y el miedo, ya sea escondido o manifiesto, ya sea consciente o no.
Las angustias del mundo de hoy.
Y hoy en día los sentimientos de temor o impotencia contra los oscuros riesgos y amenazas de la vida son más grandes que nunca y nos acompañan a cada paso. Nos angustiamos por la situación económico social de nuestra patria. Por el futuro político de nuestro pueblo. Los padres se inquietan por el porvenir de sus hijos y de su familia. Los ancianos y jubilados se preocupan de su pan de cada día. Muchos tienen miedo de los demás, no sólo de asaltantes y malhechores, sino también de vecinos o parientes, e incluso tienen miedo de Dios. Y, por último, todos tenemos temor a la muerte.
¿Por qué tanta desconfianza y miedo? ¿Cuál es el sentido de la inseguridad y de la angustia que sufrimos en el mundo actual?
Una verdad conocida, que olvidamos en el trajín de nuestra vida, nos revela que la seguridad y el cobijamiento no podemos encontrarlos en este mundo, debemos buscarlos en el otro mundo, debemos buscarlos en Dios. El temor extraordinario de hoy – en su valor positivo – nos lleva a buscar la ayuda de Dios. Esto es lo que el Padre del cielo quiere decirnos por medio de nuestra situación difícil:
Buscad tranquilidad, amparo y cobijamiento en mí, en mis manos bondadosas, en mi corazón paternal.
Porque Dios no se preocupa solamente del mundo en general, ni de un pueblo determinado, sino que también – impulsado por una profunda paternidad – vela por cada individuo. Frecuentemente recalca Jesús que el Padre se preocupa de cada uno personalmente, incluso hasta de sus pequeñeces más insignificantes.
“¿Acaso no se vende un par de gorriones por unas monedas? Y sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo, no hay comparación entre vosotros y los gorriones”.
Aquel que cuida de las aves del cielo, cuánto más se preocupará por cada ser humano, cuánto más amará, con su cariño paternal, a todos sus hijos.
Por eso, si Dios está conmigo, no puedo tener miedo. Al contrario, mi preocupación más grande debería ser: estar despreocupado en cada momento, no por negligencia, sino porque confío en Dios. Es más fuerte siempre aquel que tiene a Dios por aliado.
Todos debemos llegar a ser héroes de la confianza.
Sin esa confianza filial, hoy es imposible permanecer firme y victorioso en medio de las tormentas de este mundo. No se puede dominar la vida actual, ninguno de nosotros podrá hacerlo, si Dios no está a nuestro lado.
Pensemos en la tormenta sobre el lago. Es algo extraño: los apóstoles en la barca son maestros en el dominio del mar. Además, Jesús está con ellos. Y si embargo se angustian y se desesperan y tienen que despertar al Señor, para que los salve.
Entonces, si tenemos esa confianza profunda en Dios, venceremos el temor y la inseguridad de este mundo. Si aceptamos filialmente la voluntad del Padre, en horas agradables y en horas difíciles, dando así testimonio valiente de Cristo, entonces Él nos recibirá un día en la casa del Padre.
“Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo.”
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Padre Nicolás Schwizer

0 comentarios:
Publicar un comentario